Antes de los invencibles escritores rusos, por años, entre mis
predilecciones literarias figuraron Las mil y una noches; el Decamerón o el
Apólogo de la
Fantasía. Mientras, al paso de la infancia, leía los tres
últimos (verdaderos relatos-ofrendas al arte de contar; historias-tributos al
poder demiúrgico del narrador), veía cine a mares, con mucha preferencia,
entonces, por las comedias italianas de los ´60, donde por primera vez nos
llegaría la evocación visual de esa conformación biológica inigualable que es
el cuerpo de una mujer, mediante aquellos torsos reales de la Cardinale, la Loren o la Schiaffino. De
dicha cinematografía, más tarde, disfrutaríamos los acercamientos que al mundo
bocacciano estamparan grandes maestros, alguno de estos en los -a la sazón allí
tan populares- filmes de “sketches” o cuentos.
Intuyo que Arturo Sotto compartió experiencias de crecimiento más o
menos similares. El director de Amor vertical ha realizado en la tierra
fervorosa, pasional y amante de Carlos Enríquez una película que es pura
alabanza a la fuerza de la imaginación oratoria para conformar el barro de la
ficción, sí; pero sobre todo para disparar la maquinaria de ignición sexual a
través de la erotización de escenarios posibles en territorio de la fantasía.
Esto es, sin complicaciones lexicales, que el firmante de La noche de los
inocentes ha sabido tocarle el clítoris al vocablo encargado de expresar lo que
más arrebata a los humanos a través del dedo (o las palabras transmutadas en
imágenes, dado el arte, claro) pertinente en su estrenada Boccacerías habaneras
(2013).
Arturo, un creador con mucho cine visto, culto, inteligente, conformó
aquí una comedia cinematográfica en posición de devolverle la dignidad al
género en un país donde tal parcela se contrajo a magros niveles artísticos, al
suelo de la astracanada, lo cabaretero, en un arco espacial que cubre desde
incluso antes de la abominable Un paraíso bajo las estrellas hasta la infame Se
vende.
Boccacerías habaneras es una película donde, sin dejar de poner sobre la
mesa nuestros tantos problemas de diverso orden -cual resulta habitual en los
opus artúricos-, no nos autohumillamos ni convertimos por gusto propio en
objeto de sorna para el exterior; donde no se descubre otra vez el Mediterráneo
y en la cual -por una vez en la vida- aparecen algunos rostros bonitos de la
capital (no todo en Cuba son los escombros de Centro Habana), como parte de una
visualidad luminosa y esta paleta polícroma de Alejandro Pérez que tanto
respalda al tono de la narración.
Se trata Boccaccerías… de una auténtica gozada, rodada con libertad,
frescura, desenfado, algún saludable desparpajo natural y máxima complicidad
con los actores que la gozan en la aventura, en cuyos fotogramas Sotto campea a
su aire entre las convenciones del género. Lo anterior no es peyorativo; sino
reconocimiento de su capitalización a conveniencia, la constatación de su
maniobrabilidad en tan difícil franja, algo ignorado por ciertos sospechosos
“comediantes” habituales.
Aunque a veces se tienta por la
obligación hollywoodense de originar circunstancias con olor a lugar común;
pese a que el segundo y más pobre cuento no conecte con los otros, más allá de
la no interrelación/unicidad confesa de los tres (Arturo, creo que te faltó una
buena hembra aquí para machihembrar con justicia todo tu grand guignol sensual,
con perdones para quien pueda apreciar en ello un reclamo falocéntrico); y la
cinta se dispare hacia múltiples personajes (probablemente demasiados), la
solvente encadenación de situaciones, la edición de Alejandro Varela, el remate
de los gags y el timing resultan muy acertados. La fluencia narrativa permite
la inserción, con tino, del pasaje de hilaridad en la oportunidad conveniente.
Casi nada está a destiempo dentro del metraje en cuerda tal. Conseguir eso,
nada más lejos de lo sencillo en Cine así parezca elementalidad, conlleva años
de estudio, visionaje, aprendizaje, intuición, organicidad, planteamiento y
criterio.
Aunados dos de los tres cuentos por el aliento inspirador de esa usina
imaginativa que fue el inmortal texto signado por Boccaccio en el siglo XIV, el
también guionista Sotto bien cubaniza un ambiente espacial en el que, igual a
como le pasaba a los personajes del italiano, la pulsión lúbrica contamina las
decisiones humanas, activa el encéfalo e irriga de dopamina, endorfinas y
feromonas esa formidable ingeniería de acople que es la especie: de forma
singular su versión nativa.
En tal sentido, el realizador de Pon tu pensamiento en mí emplea dos
figuras femeninas perfectas, a rango de guion y actuación, para el primero y el
último de los cuentos de su comedia erótica de estructura coral: o sea,
Catalina, la prima casamentera enganchada con el jalón testosterónico del
pariente y la tabaquera decidida a levantarse al becario (por cierto, falla el
casting con este último: lo del atractivo primito universitario del sketch
inicial se cree; no así la convocatoria masiva de -en el arte amatorio
curtidas- morenas torcedoras ante la llegada a sus prácticas de producción del
paliducho huésped). La
Catalina enyuntada en pasión adúltera semincestuosa el propio
día de su boda tiene la mirada más puta de toda La Habana. No te enojes, Claudia
Álvarez, que ello supone un gran elogio en el universo de significados
inherentes a este nicho temático, y lo que Dios nos dio… Mientras, Yudith
Castillo, la María
del Carmen, es una versión mejorada (más joven y musculosa) de Beyonce. Con par
de niñas así no hay primo ni becario ni director en busca de historias capaces
de resistirse.
El maldito Sotto sabe lo anterior, como también sabe sacarle partida al
tiempo -su película se degluye, con fruición, en un santiamén-; apoyarse en
secundarios deliciosamente incorporados como los personajes de Luis Alberto
García o en lo fundamental Patricio Wood y discursar (sin discursos) sobre la
cambiante, maleable, flexible criatura de la creación artística. Tema
sobreexplotado en la pantalla, pero que él lo asume de forma digna y funcional.
Boccaccerías habaneras, en fin, no alarguemos más el orgasmo de juicio del crítico, representa
otro punto a favor de la cinematografía cubana: una escuela fílmica con muchos
reprobados durante los últimos tiempos y urgida en consecuencia de promociones
similares. Sin fraudes, con ganas, con sabor. A propósito, no sería fútil
recalcar otra vez ahora que no es imprescindible fraguar obras maestras, ni
siquiera extraordinarias piezas fílmicas; sino hacer más y más diverso cine,
como nos recordaba Tomás Gutiérrez Alea. También se requieren las simples
buenas películas sin ansias de inmortalidad como estas, pues aportan y ayudan
en muchos sentidos a la filmografía nacional.
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