Semanas atrás este
comentarista publicaba una columna alrededor de la significación basal de que
los proyectos audiovisuales cubanos acudiesen con mayor asiduidad y fortuna a
ese inmarcesible venero de la historia y la creación artística que es nuestro
país. Meñique (1864), en propiedad, es de la autoría del francés Edouard
Laboulaye, mas quien lo dio a conocer a decenas de generaciones de compatriotas
fue ese notable hijo de esta patria llamado José Martí. Y el relato aporta
cuanto nos viene haciendo mucha -demasiada- falta a las actuales hornadas de
criollos: virtudes; certezas; orgullo de ser lo que somos; fe en la entereza,
la constancia y el saber como fuentes de triunfo, justo lo contrario de cuanto
ha sucedido en algunos escenarios locales luego del tsunami involutivo del
período especial, cuando escalaron el pícaro y el trepador de la peor laya
sobre las enredaderas para ellos verdísimas de las circunstancias. Lo grave,
con un grado de influencia social de veras nefasto.
Meñique, la película (Ernesto
Padrón, 2014) representa, ante todo, una obra cinematográfica necesaria para
nuestra infancia, más allá de su empaque formal, con independencia de su
casquería visual: a la larga siempre lo menos perdurable, porque la tecnología
caduca y la idea sobrevive. Hasta ahora los pronunciamientos mediáticos
relativos al filme han guardado relación, en lo fundamental, con sus presuntas
“conquistas” técnicas. No creo que el hecho de que al fin parieran los montes,
tras 24 meses de retraso en la producción
y ¡siete¡ años invertidos en el proceso de elaboración, resulte motivo
de fuegos artificiales (pese a las limitadas condiciones tecnológicas o el
arduo quehacer de los dibujos animados, al punto de que algunos tanques
norteamericanos del género igual demandan de tres a cuatro años); y la técnica
que emplea, de un modo meramente correcto, solo deviene noticia en un país
pobre, en el cual no obstante vimos cómo todo cambió a partir de Toy Story
(1997). Encandilados por los modelados 3 D del nuevo producto nacional, tampoco
olvidemos la historia fílmica insular, donde antes fue estrenada esa verdadera
maravilla en stop motion denominada Veinte años (Bárbaro Joel Ortiz, 2009), a
mi juicio la única cinta cubana de animación trascendental en cuanto anda de
siglo aquí.
La coproducción de los Estudios
de Animación del ICAIC, las ibéricas Ficción Producciones y Televisión de
Galicia y la Villa
del Cine de Venezuela, con el respaldo del programa Ibermedia, la colaboración
de la UCI y
dedicada por su realizador y guionista a la memoria del finado Tulio Raggi -padre
intelectual de la cinta y figura esencial de la franja fílmica de marras-, posee
el principal mérito de respetar la cartografía ideica del trasunto martiano, al
margen de las necesarias transformaciones y las convenientes “cubanizaciones”
del espacio o el lenguaje. Como sabemos, en ciertos casos del género la
posmodernidad quiso, con mayor o menor acierto, subvertir, “bricolar”,
desdibujar o mixturar tanto a escala internacional, que determinados
planteamientos originales de las fuentes clásicas fueron obliterados de cuajo,
no siempre para bien en dichas relecturas. Empero, amparado su espíritu
didáctico en atractiva historia, puesto que de lo contrario nunca cristaliza, Padrón
sostiene narrativamente ochenta minutos de metraje tendentes a reforzar la
cosmovisión prístina del francés y la traducción del cubano; esto es ponderar
la fuerza inigualable del Bien, los buenos sentimientos, la honestidad, el conocimiento,
la pasión, el amor y el valor ante las pruebas impuestas por la existencia. Y,
reitero, es harto valioso, inteligente, visionario que hoy día defienda esos
postulados una pieza audiovisual de largo alcance dentro del público infantil
como esta. La película, de modo nada gratuito, concluye con la frase martiana:
“Todos los pícaros son tontos, los buenos a la larga siempre ganan”. Declaración de fe; ojalá con eco.
La animación, género de
ilimitadas posibilidades visuales y narrativas (ninguno puede superarlo en tal
sentido) representa tierra próvida para que cualquier equipo técnico con
pericia, experiencia y deseos de hacer respalde con eficacia los argumentos
fílmicos. Y el de Meñique la tuvo linda en esta ambiciosa empresa encargada de
abrir nuevos caminos expresivos a la parcela en Cuba. La película supone una
demostración potencial de un músculo nativo que, tiempo mediante, podría
conformar sorprendente anatomía genérica. A este primer intento cabe
ponderársele su digna factura, su apuesta formal y visual, la definición de los
personajes principales, la ambientación general y el diseño de producción,
algún que otro hallazgo expresivo, una esmerada banda sonora en la cual
colaboraron grandes talentos individuales y colectivos, las soluciones de
movimiento para escenas de acción dotadas de buen ritmo y ejemplar ejecución
plástica, gran parte de los doblajes y la complicidad con su primer receptor:
los niños, a través de acción, humor y entretenimiento continuo. Es de
agradecer igual que el relato no abotargue a los pequeños con el ya cansino
pastiche internacional de referencias cinematográficas, literarias y guiños,
concebidos en realidad los últimos para los adultos. No son demasiados aquí y,
salvo aleatorio ejemplo, no molestan ni sobrecargan.
Reconfortante, en fin de
cuentas, resulta el filme y el hecho de que en el año en el cual al retrógrado
exponente Disney titulado Frozen le hayan regalado el Oscar -para insulto del
maestro japonés Hayao Miyazaki, quien concursaba con Se levanta el viento-
emerja en Cuba un testimonio nacional genérico de creatividad, buen hacer y
funcional concreción. No obstante, cual adelantaba más arriba, tampoco hemos
encontrado la octava maravilla. Meñique se resiente en varios aspectos: descuidos
en algunos detalles, fracturas en el sentido de continuidad, incapacidad de gestionar
diversidad de personajes en determinadas escenas y la escasa fisicidad de los
secundarios de las secuencias de masas, demasiada estaticidad en ciertos
planos, constantes y extemporáneas disolvencias televisivas de cartoon, fondos
trabajados sin el énfasis pertinente en la perspectiva, o líneas de un guion
que por leves rachas se pierden de la dimensión fílmica y asemejan un
espectáculo de La Colmenita. Si
bien, nada de de lo anterior es óbice para respaldar, y disfrutar, este dibujo
animado cubano, heredero tridimensional de aquella historia inmortal publicada
por Martí en La Edad
de Oro, hace 125 años. ¡Enhorabuena para todos¡
te gusta a las producciones de Tim Burton?? de Myizaki?
ResponderEliminarsobre los animes...
me gusta la baja intensidad del maniqueismo en las historias