La calidad de la piedad, coproducción entre Austria y varias
naciones europeos, recompensada por el Premio Especial del Jurado en la edición
de 1994 del Festival de San Sebastián, así como premio de la crítica en
disímiles países ese propio año, es una película valiente que en épocas
propensas a olvidar el pasado, lo llama a alaridos para usarlo como fundamento
de esa suerte de exorcismo nacional que es. El demonio que quiere arrancar se
hallaba calmo y arropado por la desmemoria en algún sitio infrecuentado del
cerebro de la nación austríaca: la llamada “caza de liebres”, bochornoso
episodio histórico ocurrido en febrero de 1945 en la región de Mülviertel,
cuando la milicia civil y los propios pobladores de la zona cumplieron las
órdenes de las SS y las apoyaron en la misión de exterminar a centenares de
prisioneros soviéticos escapados del campo de concentración nazi de Mauthausen. Según el propio realizador le confesara a este crítico hace más de una década, la cuarta película
de Andreas Gruber (Shalom General, La culpa del amor), realizador y guionista
de 42 años a la altura de este filme, deviene una reprimenda de las jóvenes
generaciones de austríacos a sus predecesores, un cuestionamiento lanzado con
pesar desde la pantalla: “¿Por qué, más allá de la presión psicológica ejercida
sobre sí por el terror y la amenaza, ejecutaron esas órdenes¿, ¿qué hicieron
aquellos hombres para ser masacrados como conejos¿, ¿por qué nadie más tuvo el
coraje de la familia recordada por el filme, la cual protegió a dos de los
nueve sobrevivientes de la cacería¿
La pieza de Gruber
se vale de una historia de tanto peso dramático para analizar las reacciones de
esos seres humanos, ahora convertidos en personajes, ante estados topes; para mostrar la
multiplicidad de respuestas del hombre en situaciones extremas, y la capacidad
o incapacidad de obrar y pensar en los momentos de espanto.
En el cine son
válidas y necesarias elipsis e inducciones, pero en determinados temas deben
cuidarse mucho. La requerida mayor rotundez narrativa del largometraje está
coartada por carencias en el subrayado motivacional casuístico de varios
individuos al emprender la matanza, por arriba de las razones obvias. Pero lo
que la cinta pierde en escrutar lo gana en su puesta en pantalla, jalonada por
certeras intuiciones expresivas y un perfecto equilibrio entre el decir y el
cómo hacerlo a partir de recursos fílmicos utilizados con intencionalidad y
eficacia como el sonido ambiente, la semimperceptible y comedida música -ora
parece advertencia funesta, ora semeja el crujir de los cipreses en el
camposanto tras un golpe de viento- y la sobria cromía de imágenes tomadas por
un lente reacio a evadir en sus filtros los tonos grises-blanquiazules. Todo lo
cual responde al afán del realizador de elaborar un material que graficase
dolorosas evocaciones en medio de una concepción estilística conjugadora de
técnicas de la ficción y el documental. Aprovechando sobre todo las
posibilidades dramáticas de ésta y el verismo de aquel.
La calidad de la piedad un larguísimo período de ocho años para su
terminación. El público local la recibió con admiración; no así la clase
política, que pretendió ignorarla a raíz de su estreno. Y es que existen
ciertos pasajes pretéritos de la historia que algunos gobernantes prefieren
olvidar. La “caza de liebres” representa un capítulo pasado por alto en los
libros de historia de esa nación europea, los tribunales vieneses absolvieron a
los principales culpables, los hijos reciben el silencio por respuesta de la
boca de sus padres, en fin… El filme removió los rescoldos; los rescoldos lo
necesitaban, para que en ellos comenzasen a quemarse los fantasmas de las
liebres.
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