J.J. Abrams, creador de tendencias en el planeta audiovisual, uno de los artífices centrales de ese parteaguas narrativo llamado Perdidos e integrador del grupo de creadores que revolucionó el relato televisivo estadounidense durante los tres lustros más recientes, es el padre intelectual de Ciencia al límite (Fringe, FOX, 2008-2013), entre las criaturas catódicas más cautivantes del siglo en curso. Cubavisión. canal de la televisión cubana, transmite dicha serie en estos momentos.
El Midas de la pequeña pantalla, pese a la
irregularidad de Alcatraz/Person of interest o tambalear del todo en la ultrareciclada Revolution (en las cuales, además de ser
productor ejecutivo, resultara figura clave en la toma de decisiones del giro
propinado a los conflictos narrativos), continúa siendo uno de los nombres a
seguir dentro del medio allí, hecho confirmado en el título que nos ocupa hoy.
Solo un creador como Abrams puede permitirse gestionar proyecto tan ambicioso,
marcado por la calidad a través de segmento esencial de sus cien episodios.
Resultan pocos los altibajos en material cuya coherencia y respeto a sí mismo
lo harán perdurar dentro de lo más sobresaliente que, en el terreno fantástico,
se realizara en la televisión anglosajona contemporánea.
Hábil estratega, J.J. se apoyó en notables
escritores de ciencia-ficción para elaborar buena parte de los capítulos. Ello
se advierte no más pisar el umbral de territorio Fringe: en las matrices
argumentales, el aura de misterio circundante a personajes de impresionante
magnetismo, las atmósferas generadas y la solución de las ecuaciones del
relato. Uno está “leyendo” aquí “fantaciencia” clásica impregnada de un toque
visual y conceptual renovador.
Resulta notable el grado de influencia de la
obra no solo para su campo genérico -fantastique, sci-fi-; sino además para
otros, a la manera de la acción. Si el firmante intentara consignar los
planteos de discurso o argucias visuales copiadas a Fringe por el audiovisual posterior, no le cabrían cartillas para
la tarea. Tan solo un ejemplo: el piloto de The
Strain (FX, Guillermo del Toro, 2014-¿) resulta un calco abierto del
premier de Fringe. Pero la serie del director de Super 8 es única por su grado
de riesgo, merced a la vocación abramsiana de equilibrista contumaz, en
posición de no arredrarse ante el peligro. En ocasiones, casi en caída libre,
pues ahora -a diferencia de su serie sobre la isla cambiante-, cada uno de los
personajes centrales tiene un doble en un universo paralelo y, por
consiguiente, precisan operarse los motores dramáticos constituidos acorde con
cada escenario e identidad.
Vistas sobre el papel, determinadas
secuencias o trechos de guion parecían imposibles en Fringe. Sin embargo, fueron concretadas, con pulso, sin miedo, para
alcanzar el éxito redondeado a partir de la osadía. Ni los constantes saltos en
el tiempo, ni la alternancia de mundos, la disolución de las lógicas
espacio-temporales, el solipsismo narrativo o la ruptura permanente de las
propias reglas generadas por la serie operaron en contra del trabajo. Antes
bien, contribuyeron a imantar al espectador hacia las fronteras de un producto
icónico de las nuevas señas identitarias audiovisuales abocadas a la
metabolización/descarte/superación de las convenciones genéricas e imbricación
con nuevos postulados de concepción. En su caso, el entramado cuasi lúdico (en
el sentido de distendido retozo con el canon) del sentido metafísico inyectado
al mismo genoma de la trama.
La agente del FBI Olivia Dunhan (Anna Torv) y
el científico Walter Bishop (John Noble), dos de los tres personajes centrales
de Fringe, hacen parte -sobre todo el segundo: delicioso, con entidad
dramática, riquísimo en su delineado de figura sometida a diversos conflictos
internos- de la lista de rostros imperdibles sembrados en el imaginario
universal por la teleficción norteamericana a partir del Tony Soprano de Los Soprano hasta el Walter White de Breaking Bad. La pieza no sería igual
sin el “loco” Doctor Bishop y la mirada de ángel descarriado del australiano
Noble, el actor que lo incorpora.
A diferencia de la mayoría de las series, Fringe no perdió en calidad a medida que
avanzaban las temporadas. Por el contrario, al principio tenía menos peso
específico, pues daba cabida a algunos capítulos de escasa trascendencia o
hasta a “raptus” abramsianos que más que genio delataban poco tiempo en la mesa
de guionistas para urdir los 50 minutos en pantalla. La tendencia ciclotímica
del producto propiciaba entonces la alternancia de episodios de alto voltaje
con otros irrelevantes. Sin embargo, fue ganando de forma ostensible en
densidad, complejidad, configuración caracterológica de los personajes, sentido
del espectáculo al servicio de la idea desarrollada en cada episodio,
articulación de un universo muy personal, creación de su propia mitología.
Creció de teleserie procedimental -o sea, las
que en cada capítulo se resuelve un caso- de ciencia-ficción a drama filial de
hondas connotaciones. A tal punto se nos hizo entrañable, que aquel viernes 18
de enero de 2013 del capítulo 100 (bueno, en realidad lo vi tres días más
tarde), quise quedarme allí, en el laboratorio del profesor Bishop, donde con
lealtad y placer planté guarida cada semana, por cinco años, constatando la
probabilidad de lo inaudito.
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