El plano inicial de la película chilena Post Mortem constituye declaración de intenciones, al tiempo que anticipo del drama terrible contado en este filme del director Pablo Larraín. La cámara se instala debajo de una tanqueta militar que aplasta las calles de Santiago de Chile, con la misma soberbia con que el dictador golpista Augusto Pinochet hollara y sumiera de sangre un país, bajo la tutela directa del gobierno norteamericano.
Intuiremos desde
entonces que visionamos obra fílmica proclive a mirar a ras de piso, desde la
visión de sujetos rebasados por el contexto epocal, a una historia del crimen
tan grande, que no cabría en fotograma alguno de querer abarcarse en toda la
amplitud de sus connotaciones.
Larraín narra desde
los bordes, desde los costados tangentes de aquel cuadro cerrado y asfixiante
de la era posterior al golpe de estado del 11 de Septiembre de 1973. Para
hacerlo enfila el lente hacia el personaje de Mario, funcionario de la morgue cuya
labor en el Servicio Médico Legal cambia de forma sustancial tras la estela
cotidiana de crímenes instaurada por Pinochet.
Mario, quien es
interpretado por el mismo actor Alfredo Castro de Tony Manero, anterior cinta de Larraín, es el centro de gravitación
humano de donde se advierte el resultado absurdo de un delirio. Es un personaje
muy introvertido, metódico, apolítico, con discretos goces vitales entre los
cuales figura comerse su arroz con huevos y asistir al teatro donde presta
servicios una vedette vecina, de quien se enamora. Mario afronta el triste
destino de “catalogar” a los cadáveres de la masacre cometida contra el pueblo
suramericano por el generalato, incluido el cuerpo de Salvador Allende,
asesinado y no suicidado, como el filme bien se encarga de reconfirmar la
película.
El tono realista,
ocre, la habitual narración seca y cortante de un Larraín que vuelve a
prescindir aquí de música incidental o de otros recursos colaterales que
pudieran desviar la atención del ecuador temático de la trama, de consuno con
la sumamente fiel recreación de época, propenden a generar los bemoles
pretendidos por esta sinfonía de la barbarie.
Post Mortem, largometraje estrenado en Cuba, nos transporta al
Chile de los años ´70 y nos pone en la piel de esas personas que debieron
sobrevivir a la locura echando la cabeza para un lado, no creyéndose la verdad
que les tocó, mintiéndose a sí mismos y al resto de sus coterráneos. Aunque
Mario sabe que Allende fue ultimado, engaña al decir: “Se suicidó”. No le queda
otra para caminar adelante dentro de aquella montaña de cuerpos en que se
convirtieron los hospitales de Santiago de Chile, antes de que la satrapía perfeccionase
el mecanismo de desaparecer a sus víctimas. Es cierto, sí, Mario y muchos como
él pudieron seguir delante de ese modo, pero también dicha desidia colectiva
contribuyó a la consolidación de la satrapía y tal desdén es impugnado aquí por
Larraín en una película sin contemplaciones, sin ambages políticamente correctos,
cuyo visionaje no debe haber complacido demasiado a quienes en naciones como
Chile, Argentina o Paraguay piden olvidar la historia, sepultar la memoria del
horror.
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