Si el guionista de Seven,
Andrew Kevin Walker; un dómine de la luz como el maestro de fotografía mexicano
Enmanuel Lubezki; y el eterno amigo del realizador, ese demonio del sonido llamado
Danny Elfman, son convocados por Tim Burton, iconoclasta reacomodador del
rasero con que medir odios y amores, cuitas y revelaciones en la tierra de
nadie que media entre Lucifer y la
Luz, hemos de prepararnos para una película fabulosa. La leyenda del jinete sin cabeza (Sleepy Hollows, 1999) lo es.
Esta fábula terrorífico-fantástica-romántica viene a ser un
atrapador temporal de los ecos de un cine donde la racionalidad casi siempre
tuvo que rendirle pleitesía al asombro, la sinrazón y el misterio proveniente
de lo inescrutable.
Nuestro Ichabod Crane, interpretado por Johnny Deep, llega
al pueblo de Valle Soñoliento a indagar acerca de la estela de decapitaciones,
investido del objetivismo inflexible que otorgan las neuronas y sin espacio en
su cerebro para concebir la posibilidad de lo imposible. Pero en plano de
lucha, a la postre rodarán los posicionamientos en la trinchera de la
incredulidad, como las cabezas de las víctimas del jinete sin testa. O sea, el
más audible grito de victoria de un contrario en la eterna lucha y ese escarceo
de antinomias que es el cine total de Tim Burton. Lo cual necesariamente no
tiene que decir que la conjunción espiritual Burton-Walker, sin importar que
siga muy a su manera la letra del famoso relato de Washington Irving, no
sucumba a la regla maestra no escrita pero tácitamente aceptada que orienta en
el género de terror un final de partida a favor del bien-el sentido-lo real-la
luz; si bien aquí con reservas.
Burton hace lo mejor que sabe (o sabía, porque la última franja
suya deja bastante que desear) e incorpora a un cuento de hadas con velo de
misterio e inevitable viso romántico la materia prima de las mejores pesadillas
de cabecera, tamizado todo con una veta nostálgica y golpes de humor,
manifestados estos fundamentalmente por conducto de personaje central. Un
peculiar héroe que de forma ocasional parece cosido para otra película, quien
se desmaya de miedo y algunas veces tiene reacciones pueriles e hilarantes.
Burtoniana jocosidad indicativa de la no convencionalidad de un terror que sin
embargo alarga el brazo y toma lo mejor que le regala la preteridad del
singular contexto escenático expresionista, las fantasmagorías umbrías de la Hammer y la manera de
expresar el concepto del miedo en los tenebrosos campos del horror puestos a
parir por la Universal. Con
todo, el cóctel no para y el hombre saca al ruedo reminiscencias góticas que
desde el Drácula de Coppola no se
corporeizaban de forma tan elegante en pantalla. Y más, genera, agarrado a las
manos de Lubezki y los escarizados directores de arte Heinrichs y Young, el
bosque más fílmicamente delirante que caminásemos con los ojos desde el de la
escena del baile de brujas del drama de Nicholas Hytner, El crisol. El bosque, sabemos, es un elemento compositivo emblemático
de la argumentística tradicional del cine de terror y aquí Burton y Lubezki
entregan una soberbia foresta neblinosa donde el fotógrafo mexicano le da un
festín a su estilo, volviéndonos a impresionar mediante sus imágenes deslumbrantes
de paisajes en penumbras y juega con esas formas tendentes a alargarse y las
sombras que se confunden con seres vivos.
Allí podrían ir un día de visita el Joker, Batman,
Beetlejuice, Alicia o Eduardito Manos de Tijeras a preguntarle a Burton si alguna
vez no les permitiría hacer todos una fiesta en el lugar para demostrar con el
supuestamente ilógico desmadre que este hombre pudo -en buena parte de una hoy
día venido a menos carrera- darle albergue a su ensoñador planeta creativo lo
mismo en la cueva de un pingüino que a la vera de un árbol donde brota la
sangre y se ocultan todas las cabezas quitadas de su puesto por un demonio al
que el odio se la hizo perder.
Y ello, con la consecuencia mayor del mundo para consigo; y,
por supuesto, para con nosotros.
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