Ya Chaplin dejaba sentado que
entre las funciones de la pantalla no figura justamente la de aburrir al
espectador, y la en tal premisa contraria al axioma, El viajero inmóvil (2008), de Tomás Piard, no solo desestimaba el
aserto a rajatabla, sino que se erigía en compendio increíble de todo lo que un
realizador no debe hacer al plantearse una puesta en escena, por muy a ultranza
“indefinida” que añorase ser. La
indefinición del filme venía muchísimo menos por una presunta identidad con
emblemas posmodernos o por el deseo, ex profeso, de parecerlo, sino porque el
creador de Ecos en realidad nunca tuvo bien en claro que se traía entre manos.
Lo más doloroso es que la excusa para este desmadre vendría a fundarse casi por
irónico conducto de redargución justificativa-en tanto homenaje a la gran
deidad de nuestro panteón creativo se suponía fuese-, en el mismísimo sino
deconstructor de la poética de José Lezama Lima, en su manera de esquirlar los
tópicos y lugares comunes del espacio literario insular, en su presunto
hermetismo, su visión oblicua y sensorial,
y ese teatro en tercera dimensión de asociaciones, interconexiones,
sueños y pesadillas que era su mente. Empero, la asunción de dichas cualidades
humanas y no otras operan en el filme como sinécdoque arbitraria que toma esas,
entre las disímiles luces identitarias del autor, como parte totalizadora del todo suyo que de veras cree estampar,
aunque cuando el Lezama completo de carne y hueso, aquel monstruo de la
escritura asmático, gordo, homosexual, mecenas, aperturista, sensible, tierno,
ríspido, ermitaño…fue mucho más que eso.
Los desastres de la
guerra (2012), la siguiente película del realizador, es un rancio patchwork cuyas señas iconográficas remiten a
millones de cosas dentro del concierto audiovisual global postapocalíptico,
pero aquellas nunca tan pedestremente filmadas como esta. Declamatoria,
recitativa, solemne hasta lo luctuoso, cansina, habitada por personajes
inexistentes (eran una masa amorfa), plúmbea, farragosa, verbosa, dicha
metáfora sobre el poder devastador de las conflagraciones provocaba una
estampida semejante a cualquier agresión bélica real. No encuentro palabras
para consignar mis impresiones de la posterior e infamante Si vas a comer, espera
por Virgilio (2013), cuya reseña debí pasar por alto en su momento,
contra mi costumbre religiosa.
Y llegamos a La ciudad (2015),
el más reciente filme del director, de estreno ahora en las salas nacionales. Vuelve
a incurrir aquí, otra vez, el cine nacional en la dicotomía frontal de
supeditar conceptos temáticos de plausibles intenciones a registros dramáticos
que caricaturizan, sin quererlo, cuanto se anheló plantear desde una mirada
seria y consecuente con la gravedad del fenómeno aludido. Ya desde Sumbe (Eduardo Moya, 2010) a acá son
varias las piezas cinematográficas locales reafirmantes de la paradoja verificable entre la nobleza de los
propósitos argumentales manejados y la incapacidad de defender tales postulados
dentro de la latitud de una argamasa dramática sustantivada en la solidez del
guión, la puesta en escena o las soluciones manejadas por los creadores.
Muy frescos en la memoria ese
par de despropósitos llamados Omega 3 (Eduardo
del Llano, 2014) y Vuelos prohibidos
(Rigoberto López, 2015), visionamos La
ciudad. Se trata de una pieza audiovisual que, en apenas la hora rala, no
pierde el tiempo para asombrar por la ineptitud con que resulta manejada su
historia, preñada de anorexia e ingravidez. Dividida, a la manera de aquellos
filmes italianos de inicios de los ´60, en tres cuentos que en el actual caso
observan como hilo conector el espacio vital de La Habana y la inexorable
cuestión criolla de la emigración -tema harto tratado desde Lejanía (Jesús Díaz, 1985) y Vidas paralelas (Pastor Vega, 2003) por nuestro cine-, el primero de los tres
intervalos sigue la pista de una mujer llegada del exterior y su contacto
callejero con otra a cuya vera compartió amistad y en presunción algo más
íntimo años ha. Pero la que se quedó en Cuba, al parecer en suerte de mea culpa
filo quinquenio gris extraído de una versión para preescolar de un pasaje de novelas
de moda, la “traicionó” ante las autoridades docentes durante los años
estudiantiles, obligándola al éxodo. A ver, eso sucedió, e incluso peor; mas expresarlo
de manera tan roma ningún mérito posee. Lo cierto es que desde el justo momento
cuando ambas mujeres se encuentran en la ciudad hasta que la exiliada lleva a
la afincada a casa de la madre, y pasa cuanto pasa luego con la veterana y la
natural y la visitante, todo aquí sabe/huele/rezuma falsía e impostura. Cada
frase es un perchero puesto en el aire para acomodar una idea acomaditicia,
valga bien la redundancia. Una buena actriz como Luisa María Jiménez no tiene
absoluta idea de qué hacer con su no-personaje y el camino a la anagnórisis le
pesa el doble que el mundo a la espalda de Atlas. Ridículos hasta la tortura,
tales fotogramas conducen al plano de la mofa lo que, al menos en sus lejanos
ecos argumentales aunque nunca trasuntado ello al guion, parecía un material de
base factible de posibilidades de desarrollo.
El segundo relato compensa algo el balance cualitativo. Igual,
callejeramente, han de toparse otros dos viejos amigos/más que amigos de la
juventud. Omar Alí es el mantenido en la Isla, dedicado a la música. Patricio Wood
incorpora al cubano instalado allende las fronteras. Curiosidad: la catarsis
redentora de este último con Héctor Echemendía, el padre del primero, sea quizá
la más dura propalada por personaje alguno del cine cubano sobre la melancolía
vital del sujeto desarraigado. El diálogo entre ambos personajes hace tilín más
llevadero este segundo cuento, salvado por tres o cuatro líneas y el descomunal
deseo de Wood y Echemendía por preservar el aire de una goma, no obstante, desinflada
sin remedio. Alí, inmutable, repite su registro de Tras la huella y ni se
entera que compuso a su “personaje”.
El tercer y último de los cuentos resulta casi tan malo como el inicial,
pese a amagar solo a leve ráfagas la transmisión de una ternura romántica que
no se veía, bien, aquí, desde Personal
Belongings (Alejandro Brugués, 2007). ¿Por qué le permitieron recitar todos
sus parlamentos a la actriz¿ ¿Por qué
esas poses hieráticas cuyo culmen es esa contraespalda inicial de los amantes
contrariados? ¿Por qué cada tiro de la cámara y cada palabra antedicen los
siguientes, en cuanto deviene oda suprema a lo predecible¿
El hecho de que, en lo visual, el filme se aparte de la “estética de la
miseria” de mucho cine cubano, para usar las propias palabras del realizador,
ni le resta ni le aporta a la solidez de la puesta en pantalla. Las escenas de
los girasoles; Hechemendía leyendo, caramba, El libro de la ciudad y Wood-Alí con Martí en el medio parecen más
bien coñas que declaración de intenciones. A destacar la apoyatura musical de
Patricio Amaro. Sin más, hasta el próximo Piard.
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