Con
la salvedad de la sobrevalorada El ala
oeste de la Casa Blanca (NBC, Aaron Sorkin, 1999-2006) y la muy superior Boss (Starz, Farhad Safina, 2010-2012),
la política como tema puro representa uno de los motivos argumentales menos
husmeados por la teleficción dramática estadounidense del siglo XXI, a partir
de una asunción dentro del género dramático hablamos y no en la variante
humorística transitada por esa comedia de altura de HBO que es Veep o en la tesitura para la
entretención sin pensamiento de naderías tipo Scandal, Agente X o Madame Secretary. Ausente en el espacio
catódico local una presencia de peso en tal sentido, a la manera de la danesa Borgen en el contexto europeo, resulta
bienvenida una serie de fuste, rica, enérgica y sin pelos en la lengua como House of Cards (Netflix, 2013, la
primera temporada-la cuarta se estrenó el pasado 4 de marzo), la cual la televisión
cubana tuvo el acierto de estrenar en horario de máxima audiencia a través de
Multivisión.
Inspirada
de forma tangencial en la serie homónima difundida en 1990 por la británica BBC
con el título en castellano de Castillo
de naipes -de ahí el motivo de nuestros programadores de anunciarla bajo
dicha denominación, no obstante esta versión EUA no contó con tal traducción a
nivel mundial-, se centra en la historia de crecimiento político de Frank
Underwood (Kevin Spacey magnífico, al nivel de American Beauty: no sobreactúa, el personaje demanda la proyección
teatral observada) y es un muestrario hiperrealista de cuánto implica escalar
peldaños dentro de los sinuosos laberintos del poder en Washington, del
cementerio de almas a construir en el camino.
House of
Cards no se reserva cartas al lanzar sobre la mesa la sordidez de un mundo
donde el Maquiavelo de 1513 de El
príncipe queda como niño de pecho ante tanta manipulación, engaño,
alevosía, desvergonzado pragmatismo, traiciones y alianzas antinatura a favor
de ascender puestos y conseguir galones en la carrera de obstáculos del
Congreso y del despacho presidencial. Trayecto donde deben echarse a un lado o
reducirse a cenizas conceptos cardinales como ética o dignidad; e igual los
principios que algún día pudieron esgrimirse, ahora a merced del último magnate
con el cual se contrajo una deuda, de curvas de encuesta, de las tendencias de
los informativos.
Los shakesperianos Frank y su esposa Claire
(una Robin Wright excelsa en el papel de su vida) constituyen dos cínicos
maquinadores vacíos, sin otro interés que el poder. Su único reforzador
emocional -adulterios pasajeros, enconos o hobbies son nubes de paso, porque
dependen, mucho más él, del acople biunívoco y del horizonte compartido para
subsistir- es detentarlo. Son par de animales políticos, que elucubran cada
acción en base al grado de utilidad a reportar. El creador, Beau Willimon,
sabedor de poseer en pantalla dos grandes personajes, trabaja a placer con
ambas figuras humanas afincadas al costado amoral de la doblez permanente, del
timo, la mímesis. Auerbach los hubiese amado. Suponen almendra y quintaesencia
de la pieza serial.
El
villano Underwood rompe la cuarta pared, le habla directamente al público,
instándole a sumergirse en el mayor espectáculo del mundo, la política yanqui,
con temperancia propia de un Ricardo III. El anfitrión comparte con el receptor
sus próximas jugadas, la traición a advenir, la estocada a practicar en el
próximo acto de una tragedia donde no se encuentran las brujas ni la solemnidad
de Macbeth pero sí la estela
desoladora de las acciones desatadas por la inverecundia salvaje del cetro,
referidas por el dramaturgo inglés.
House of
Cards propone en su primera temporada interesante observación sobre los
nexos entre la alta política norteamericana y el periodismo, si bien la
relación entre Underwood con la joven reportera está llena de ingenuidades y el
torpe asesinato del congresista a la redactora supone el giro más inmaduro
registrado en el guion de una serie seria como esta. Mucho más eficiente
resulta el modo cómo la segunda temporada analiza la interacción entre el poder
político y el económico. El personaje del billonario Raymond Tusk, de alto
grado de influencia sobre el presidente, aporta credibilidad, peso específico a
una obra que se toma entonces otras licencias estúpidas (muy del golpe de
efecto típico de algunas cadenas de cable, en pos de epatar más que impactar),
cual el ménage à trois entre los Underwood y
el guardaespaldas en la tercera. Irrelevante se torna la dilatada subtrama de
la relación platónico-romántico-criminal del secretario de Frank Underwood con
la prostituta.
Tales
falencias, mas el tono lúdico seguido en ocasiones de forma que desentona con
la gravedad del superobjetivo temático, unido a la falta de posicionamiento
ideológico del relato, se acrecientan a medida que avanzan las temporadas. Del
mismo modo, al sumar episodios el arco de asuntos rebasa el plano interno, al
aparecer los consabidos ataques del audiovisual norteamericano a Rusia. La
taxonomía del personaje del presidente ruso, suerte de alter ego putiniano al
capricho hollywodense, es tan
caricaturesca, tan de comic y del manual de cartón de villanos eslavos de la
Guerra Fría (de la anterior, porque hoy existe pero sin el mismo nombre), que
también deviene contradictoria en una serie así. Ignoro por qué el creador
Willimon incurre en tales estereotipos, a resentimiento supino del resultado
final, y que incluso se presten para seguirle el juego directores de la talla
de David Fincher u otros de renombre como John Dahl, James Foley, Agnieska
Holland, Jodie Foster o la propia Robin Wright al mando de algunos capítulos.
Por cierto, la ruptura entre Claire, el personaje encarnado por esta última, y
el Frank presidente de los Estados Unidos de la tercera temporada, es manejada
no tanto sin el caudal de antecedentes o premisas dramáticas como de una forma
violatoriamente abrupta. Y es -otra más- de las colisiones discursivas de House of Cards.
Esta primera histórica serie lanzada en streaming (directo en internet) por
Netflix la compañía de distribución digital de contenidos audiovisuales
on-demand, muestra por evidencia e inducción el excremento sedimentado en las
cloacas del poder en Washington, pese a bordear en ocasiones una delgada línea
de ambivalencias polisémicas donde la posible censura al status quo se ve
autoneutralizada por el regodeo endorfínico, juguetón, con un circo humano en
cuya carpa hay más deformidades que en el de Tod Browning de la cinta de 1932,
pero del cual no se toma la debida distancia, sino hasta llega a ser dado por
“normal” a un punto del guion, a ofrendarse en motivo de solaz acrítico para un
narratario a quien acaso se le pretende atestiguar el carácter ineluctable de
esta chanchada que controla el destino del planeta ante la inacción de una
masa, un cuerpo social afantasmado, inexistente para House of Cards.
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