Hay, al
parecer, en cada país chistes asociados al comportamiento de las personas de
las distintas regiones geográficas, los cuales, infundada su razón en la
mayoría de los casos, en no escasas ocasiones vienen teñidos de posiciones
discriminatorias, por no decir racistas o exclusivistas. Quizá porque siempre
he pasado de eso, y me da igual que los seres humanos provengan de Pinar del
Río o de Ciudad del Cabo, pues no hay verdad más grande en este mundo que todos
somos iguales, repelo tanto producciones como Ocho apellidos catalanes (2015), cuya columna argumental se basa en
la explotación hasta el infinito de tales estereotipos.
Puerilidad en la concreción de arquetipos convertidos en malas caricaturas y nulo sentido del riesgo son los dos peores defectos de Ocho apellidos catalanes.
Ante el
avasallador porcentaje de entradas vendido en la Península con Ocho apellidos vascos (2014), la secuela
de Emilio Martínez-Lázaro no hubo de esperar, prácticamente nada. De nuevo el
duelo de localismos, la confrontación regional, el clisé bastardo de “eres así
porque eres de allí” como suerte de rampa humorística de gags que solo tienen
una base genésica y por ello naufragan en tropel; pero ahora peor porque todo
se atraganta mucho más que en la original o en, digamos por ejemplo, Bienvenidos al Norte.
Hay par
de elementos realmente hilarantes, sí, en la comedia de Martínez-Lázaro: el
personaje de Doña Rosa María Sardá en su ensoñación de una República de Cataluña
independiente y la mofa a los hipsters,
descarnada pero juguetonamente fruiciosa. Lo demás es el calco al carbón de la
probada fórmula comercial, trasladada hace poco a la televisión -por si no
bastara-, mediante la serie cómica Buscando
el norte, también reseñada en este blog.
Mucho
más tirada al costado peor del ozorismo que al berlanguismo, Ocho apellidos catalanes responde, sea
oportuno anotarlo, a un patrón de comedia populista cuyo único mérito es funcionar
en taquilla, como respuesta de quince días a la avalancha de Hollywood.
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