De Las mil y una noches (Anónimo, 850) a El
cuento de los cuentos (Matteo Garrone, 2015), la literatura y el cine,
parientes consanguíneos solo diferenciados por el gen de la imagen física, han
experimentado innumerables operaciones discursivas meta sobre cuanto son en sí
mismos: poderosos artefactos narrativos que encuentran en la capacidad fabulatoria
y la imaginación las poleas transmisoras de su movimiento eterno.
El relato
y su conflicto representan la médula espinal de ambos registros, y es algo que
la novel directora criolla Jessica Rodríguez Sánchez enfatiza, quizá demasiado,
en Espejuelos oscuros (2015), su opera
prima en el largometraje. Una película donde -digámoslo desde el principio- las
loables intenciones programáticas no concuerdan con la concreción artística del
recargado dispositivo dramático que optaron por montar, a carga -entre otros
problemas- de un evidente aturullamiento de su línea argumental.
En la
elucubración del boceto escritural, el nuevo largometraje cubano habría de plantearse
-resulta lo más factible barruntar en aras de establecer el origen de los
propósitos del filme-, cual instancia creativa dispuesta a erigirse en catálogo
de las formas de somatización de la imago por parte de una ingeniería de guion
en la cuerda de rendirle abierta pleitesía al recurso incomparable de
multiplicar tramas, articular nuevas urdimbres relatoriales, gestionar madejas
de conflictos que, per se, diesen testimonio de la riqueza de fraguar líneas (o
fotogramas dado el caso) germinales de ese verbo total que convirtió a la
especie en cuanto es.
No
obstante, en la práctica la colegida idea original queda deslavazada entre
topicazos argumentales, historias y subhistorias tan laxas como infecundas en
razón de su no llegada a ningún puerto dramático. Hay tantos fantasmas
insepultos del palimpsesto sígnico insular detrás de las escenas cobijadas en
tales cuentos que no queda optativa de redención para los sketches de la pareja
y el sargento en el batistato, o el focalizado en 1897. Tampoco para el relato
ambientado en el centro laboral. No obstante pueda haber existido en este una
intención caricaturesca en el acercamiento al plúmbeo universo de los ´70,
sufre de incontinencia absoluta al replicar ideologemas (el jefe machucador
extremista, la vendetta contra el pobre hombre que se carteó con su hermano,
los carteles políticos en cada punto posible del espacio…), cuyo exorcismo por
la narrativa literario-audiviosual endógena ya ha sacado del vientre del
despecho, el resentimiento o la pura justicia histórica, según los casos, a centenares
de demonios mejor formados: no los apreciados aquí, como una suerte de puzle
pueril de raíz tontamente indexatoria; ni ya aleatoria.
Si las
anécdotas referidas o dejadas leer por el personaje central de la “invidente” Esperanza
-encarnada por Laura de la Uz- a Mario, el ladrón invasor de su casa
interpretado por Luis Alberto García, poseyeran mayor entidad o personalidad
(no hablemos siquiera de calibre o fuste) el espectador se sentiría más
cómplice en la tarea de la también guionista Jessica Rodríguez de configurar su
particular tributo al arte de contar, en su suerte de parábola al servicio de
esta especie de Scherezada ciega rural con vocación secreta de personaje de
Georges Simenon, partida ella misma -como el caco- en los propios seres de
su(s) confabulación (es) imaginativa (s).
Para
algunas ópticas, la creadora del documental Tacones
cercanos (2008) propone, como aporte ético de la película, una presunta
vindicación de la mujer dentro de la pantalla patria, atisbada según las mismas
en el “cine oficial” bajo cánones mucho menos heterodoxos. Aseverar lo anterior
sería como borrar de un plumazo a Humberto Solás, lo cual entrañaría sepultar
el 25 por ciento del cine nacional con salvoconducto de transcendencia; pero
bueno, en el supuesto de no haber hecho su trabajo el director de Lucía, no creo que la ruptura de
paradigmas ofrecida al sujeto dramático femenino en este filme implique mucho
loor, habida cuenta de las alternativas ontológicas reservadas para las
diferentes identidades asignadas a la representación de ellas acá.
El
debut de la graduada de dirección en la Facultad de Arte de los Medios de
Comunicación Audiovisual (FAMCA) del Instituto Superior de Arte (ISA) se
beneficia de contar en el elenco con una de las más soberbias camaleonas de la
pantalla nacional. Paradigma de ductilidad, poder de transformación, aura
magnética, Laura de la Uz se desdobla en cuatro personajes e impregna -solo por
momentos- a sus escenas de la rotundez característica de casi todo cuanto
compone. Sin embargo, las criaturas asumidas por ella en la obra no poseen ni
la dirección ni fundamentalmente el peso dramático de las incorporadas en piezas
como La película de Ana, La pared de las palabras o Vestido de novia, filme este donde
también compartía protagónico con Luis Alberto García: mucho mejor él en la
pieza de Marilyn Solaya, pues acá tira en demasía hacia el molde “nicanorniano”
de su ejecutoria.
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