jueves, 3 de noviembre de 2016

Espejuelos oscuros



De Las mil y una noches (Anónimo, 850)  a El cuento de los cuentos (Matteo Garrone, 2015), la literatura y el cine, parientes consanguíneos solo diferenciados por el gen de la imagen física, han experimentado innumerables operaciones discursivas meta sobre cuanto son en sí mismos: poderosos artefactos narrativos que encuentran en la capacidad fabulatoria y la imaginación las poleas transmisoras de su movimiento eterno.

El relato y su conflicto representan la médula espinal de ambos registros, y es algo que la novel directora criolla Jessica Rodríguez Sánchez enfatiza, quizá demasiado, en Espejuelos oscuros (2015), su opera prima en el largometraje. Una película donde -digámoslo desde el principio- las loables intenciones programáticas no concuerdan con la concreción artística del recargado dispositivo dramático que optaron por montar, a carga -entre otros problemas- de un evidente aturullamiento de su línea argumental.

En la elucubración del boceto escritural, el nuevo largometraje cubano habría de plantearse -resulta lo más factible barruntar en aras de establecer el origen de los propósitos del filme-, cual instancia creativa dispuesta a erigirse en catálogo de las formas de somatización de la imago por parte de una ingeniería de guion en la cuerda de rendirle abierta pleitesía al recurso incomparable de multiplicar tramas, articular nuevas urdimbres relatoriales, gestionar madejas de conflictos que, per se, diesen testimonio de la riqueza de fraguar líneas (o fotogramas dado el caso) germinales de ese verbo total que convirtió a la especie en cuanto es.

No obstante, en la práctica la colegida idea original queda deslavazada entre topicazos argumentales, historias y subhistorias tan laxas como infecundas en razón de su no llegada a ningún puerto dramático. Hay tantos fantasmas insepultos del palimpsesto sígnico insular detrás de las escenas cobijadas en tales cuentos que no queda optativa de redención para los sketches de la pareja y el sargento en el batistato, o el focalizado en 1897. Tampoco para el relato ambientado en el centro laboral. No obstante pueda haber existido en este una intención caricaturesca en el acercamiento al plúmbeo universo de los ´70, sufre de incontinencia absoluta al replicar ideologemas (el jefe machucador extremista, la vendetta contra el pobre hombre que se carteó con su hermano, los carteles políticos en cada punto posible del espacio…), cuyo exorcismo por la narrativa literario-audiviosual endógena ya ha sacado del vientre del despecho, el resentimiento o la pura justicia histórica, según los casos, a centenares de demonios mejor formados: no los apreciados aquí, como una suerte de puzle pueril de raíz tontamente indexatoria; ni ya aleatoria.

Si las anécdotas referidas o dejadas leer por el personaje central de la “invidente” Esperanza -encarnada por Laura de la Uz- a Mario, el ladrón invasor de su casa interpretado por Luis Alberto García, poseyeran mayor entidad o personalidad (no hablemos siquiera de calibre o fuste) el espectador se sentiría más cómplice en la tarea de la también guionista Jessica Rodríguez de configurar su particular tributo al arte de contar, en su suerte de parábola al servicio de esta especie de Scherezada ciega rural con vocación secreta de personaje de Georges Simenon, partida ella misma -como el caco- en los propios seres de su(s) confabulación (es) imaginativa (s).

Para algunas ópticas, la creadora del documental Tacones cercanos (2008) propone, como aporte ético de la película, una presunta vindicación de la mujer dentro de la pantalla patria, atisbada según las mismas en el “cine oficial” bajo cánones mucho menos heterodoxos. Aseverar lo anterior sería como borrar de un plumazo a Humberto Solás, lo cual entrañaría sepultar el 25 por ciento del cine nacional con salvoconducto de transcendencia; pero bueno, en el supuesto de no haber hecho su trabajo el director de Lucía, no creo que la ruptura de paradigmas ofrecida al sujeto dramático femenino en este filme implique mucho loor, habida cuenta de las alternativas ontológicas reservadas para las diferentes identidades asignadas a la representación de ellas acá.

El debut de la graduada de dirección en la Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual (FAMCA) del Instituto Superior de Arte (ISA) se beneficia de contar en el elenco con una de las más soberbias camaleonas de la pantalla nacional. Paradigma de ductilidad, poder de transformación, aura magnética, Laura de la Uz se desdobla en cuatro personajes e impregna -solo por momentos- a sus escenas de la rotundez característica de casi todo cuanto compone. Sin embargo, las criaturas asumidas por ella en la obra no poseen ni la dirección ni fundamentalmente el peso dramático de las incorporadas en piezas como La película de Ana, La pared de las palabras o Vestido de novia, filme este donde también compartía protagónico con Luis Alberto García: mucho mejor él en la pieza de Marilyn Solaya, pues acá tira en demasía hacia el molde “nicanorniano” de su ejecutoria.

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