lunes, 12 de junio de 2017

Un Che próximo, lejano a la estatuaria o la hagiografía



Desde que el entonces muy joven realizador Steven Soderbergh (Atlanta, 1963), se lanzara en paracaídas sobre la alfombra roja de Cannes en 1989, cuando ganó la Palma de Oro con la inquietante producción independiente Sexo, mentiras y cintas de video, su filmografía ha estado marcada por la alternancia de obras personales, de sesgo autoral y resultados artísticos divergentes, e insertadas dentro o fuera del corazón de la industria (Traffic, Full Frontal, Out of Sight, Solaris) con un cine comercial provisto de regular o peor factura (la trilogía Ocean’s y Erin Brockovich ilustran cada caso).

El díptico Che (El Argentino, primera parte; y Guerrilla, segunda parte, ambas de 2008) hallaría ortodoxa filiación en el núcleo inicial, si bien, en honor a lo justo, tiene de todo un poco, pues ni el mismo director esquiva en sus declaraciones la intención más comercial de la pieza de apertura; más «artística» la secuela, Soderbergh dixit.
Aunque con un sentido unitario, ambos segmentos se diferencian en tono, densidad factual, número de personajes, diálogos e incluso tratamiento cromático y luminosidad. Dos partes que acaso riñen en su ambición integradora, a causa de la disonancia establecida a partir de la prolijidad de la entrada y la austeridad de la continuidad. Una elongación que, dicho sea de paso, ni se entera del pasaje congoleño de Guevara, del cual Soderbergh prometió, más para salir del paso, creo yo, que por otra cosa, encargarse en una tercera parte, si con estas superaba los cien millones de ingresos, cosa que no logró.
El Argentino recorre el arco temporal comprendido entre el encuentro en México del personaje central de Ernesto Guevara (Benicio del Toro) con Fidel Castro (Demián Bichir), en 1955, los acontecimientos del Granma y la lucha en la Sierra Maestra -epicentro del relato fílmico como por lógica era de esperar–, así como los primeros tiempos de la Revolución.
La narración reconstruye el proceso de surgimiento, aceleración y triunfo de la lucha insurgente en las montañas y el llano, al intercalar dentro del conjunto -mediante precisos, nada abruptos flash-forward o saltos adelante- significativos pronunciamientos de Guevara en Naciones Unidas, comparecencias públicas y encuentros con la prensa en Estados Unidos, apelando a un blanco y negro granulado que imprime rotundidad a la intención de procurar la, a estos efectos, elocuente textura documental.
Sin alejarse nunca de la sencillez en la construcción del relato, Soderbergh sigue las líneas escritas por el guionista Peter Buchman para, con planimetrado sentido de la entrega de información, delinear el escenario focalizado al sacar a escena nombres imprescindibles de la lucha insurgente (Raúl Castro, Camilo Cienfuegos, Juan Almeida, Ramiro Valdés, El Vaquerito…) y, sobre todo, perfilar el rotulado de la figura guevariana desde la asunción/observación/explicitación de rasgos identitarios prácticamente exactos, hasta alcanzar la plausible interpretación de Benicio.
Es este un Che vívido, próximo, de enorme dimensión moral, pero también de defectos. No atraviesa la pantalla ni un superhombre ni una deidad; sino un ser humano, convencido, esperanzado, y que a su vez padece de enfermedades crónicas. Quizá restarle un poco de adustez posibilitaría un acercamiento aún más cabal.
La puesta en pantalla, rigurosamente ambientada y denotadora en su escritura de un amplio proceso de investigación histórica, alcanza momentos de particular lucimiento, como en la extensa secuencia, que podríamos llamar clásica, de la batalla de Santa Clara. Levantada por la música de Alberto Iglesias, alguien que ha dado lo mejor de sí para Médem, Meirelles o Almodóvar, encuentra en la fotografía de Peter Andrews el complemento perfecto para que Benicio encarne el personaje del Che. La cámara contribuye a conseguir un aura icónica agenciada a través de esos primeros planos de barba y tabaco en los días de la ONU.
En El Argentino resultan evidentes, sin embargo, determinadas falsías, ligerezas y brocha gorda, tanto en la remembranza de sucesos, como en la conformación en el papel (y en su interpretación) de personajes históricos marcados por una riqueza y profundidad, ocultas en esta primera parte del filme.
Hubiera sido conveniente, además, peinar secuencias redundantes, eliminar diálogos ostensibles en su didactismo, y velar más por el equilibrio actoral, hasta procurar un doblaje neutro en aras de desterrar esta polifonía de acentos, dada por el gran mosaico de actores iberoamericanos que intervienen. El internacional reparto, desigual en las respectivas encarnaduras durante las dos partes, pedía a gritos más actores cubanos, además de Jorge Perugorría, Vladimir Cruz y Luis Alberto García.
Guerrilla se detiene en la epopeya boliviana del Che y sus compañeros. La película comienza con la imagen de un televisor, donde Fidel lee la carta de despedida del internacionalista, y culmina con una magnífica toma subjetiva de su muerte, la cual abstiene así del regodeo visual, efectista en el hecho luctuoso, aunque incrementa su potencial dramático.
De traza realista, Guerrilla describe con acierto la tensión de aquellos instantes postreros de combate, asma, heridas, fe irreductible, cerco, traición y asesinato. Ascética en su economía de recursos; feraz, por el contrario, en la concepción de atmósferas, muchísimo menos proclive que en la primera parte en «graficar», ya sea en diálogos o imágenes, las buenas intenciones del Che (remarcadas, creo, algo más de lo aconsejable durante la escena introductoria), habría que ver esta película, por sí sola, como un nada desdeñable estudio del comportamiento del individuo y el grupo en situación de máxima alerta/confrontación guerrillera.
Como apreciada de forma integral, Che –basada en lo fundamental en los Pasajes de la guerra revolucionaria y El diario del Che en Bolivia–, constituye una obra trascendente cuyo primer y gran mérito es concebir en pantalla al guerrillero más admirado de la historia desde las antípodas del mito; llevarlo al plano de lo humano.
Celuloide alejado de los metales estatuarios al esculpir la imagen fílmica del héroe, con esta película Soderbergh podrá enorgullecerse de haber labrado una de las semblanzas más justas en torno a un personaje que, dentro de la pantalla de ficción, nunca tuvo buena fortuna hasta hoy (excepción puntual: Diarios de motocicleta (2004), de Walter Salles. Soderbergh manifestó en Cannes 2008, donde Benicio fue seleccionado el mejor actor, su deseo de «dar una historia a la camiseta», «una visión más allá de la imagen mil veces reproducida en material textil», algo que consiguió bien.
La primera señal de consecuencia, respecto a ir más allá de lo mismo en la película, es que está en español y no en el inglés ineludible de las biopics del mainstream. Y luego, no da lugar ni a las emociones baratas ni a la truculencia de los recuentos fílmicos hollywoodenses sobre rebeldes en cualquier parte del mundo.
Obra largamente pensada tanto por su productor/actor protagónico como por el propio realizador, esta producción, cuya mayor parte no es norteamericana, sino francesa y española, destaca por su capacidad de comprensión de un hombre, una época, un ideal.
La cinta expone las principales virtudes del Che, asida a la verdad histórica, sin caer en la hagiografía meliflua, y mucho menos en la subvaloración humana de un blanco de atención a quien se acerca desde la admiración y el respeto, con mesura y tacto en el retrato, sin derrames sentimentales o dramáticos.
Para su definitivo realce, posee la verdadera suerte de tener a Benicio defendiendo al personaje; un del Toro contenido, que interioriza hasta el último detalle cada ademán, inflexión, mirada de la figura histórica caracterizada.
Lo que le falta a este Che no se debe en ningún caso al personaje, sino a un guión que, pese a todo cuanto deba ponderársele, se vale demasiado de lo evidente o lo claramente inductivo para destacar sus cualidades morales y sentido histórico de apreciación de la lucha. Así y todo es, hasta ahora, el mejor Che de la historia del cine.

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