En El viñedo que nos une (2017), Cédric Klapisch no alberga el mínimo interés en
subvertir nada de lo establecido. El firmante de la elogiada trilogía compuesta
por Piso compartido (2002), Las muñecas rusas (2005) y Lo mejor de nuestras vidas (2013)
compone aquí una película sin electricidad interior, desapasionada y tendente a
la monotonía.
Bastante
convencional largometraje de reencuentros filiales tras la enfermedad/muerte de
un ser querido común, el padre de tres hermanos franceses aplicados por este en
el arte e industria de la vinicultura, El
viñedo que nos une hace de su premisa diegética el retorno a casa a raíz de
dicho acontecimiento de Jean, el hijo mayor, desperdigado por el mundo y lejos
del hogar durante diez años, producto de reticencias con su progenitor que la
película nunca tiene la cortesía de justificar.
Al
menos yo no me creo esa catarsis del retornado Jean con el anciano en el
hospital, moribundo ya. Demasiado poca “maldad” de la figura paterna para
provocar tan incomprensible huída del retoño y semejante resquemor continuado
en el tiempo.
Tampoco
resulta para nada convincente el mismo devaneo del mismo hombre a la hora de regresar
junto a la esposa, a quien conoció durante sus viajes por el planeta, y el hijo
de ambos.
Como no
siento particular interés, ni en ningún caso empatía, por este hermano mayor,
como tampoco por los otros dos pequeños (meras siluetas en el relato) y a falta
de un buen documental sobre el tema, tomo el filme tan solo como un
acercamiento semiantropológico al cultivo de la vid y los días de la vendimia,
aprendo algunos términos de ese esperado momento de la cosecha de la uva y
disfruto las bellas postales de Kaplisch en su viaje a la Borgoña. Nada más,
porque aquí no hay más nada.
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