martes, 13 de noviembre de 2018

Arde Madrid: Ava Gardner juergueando y Franco arrasando



Las cartas de Elena Francis, una educación sentimental bajo el franquismo (Editorial Cátedra, 2018) es un libro recién publicado en España que recuerda el sometimiento físico y espiritual a era que inducida u obligada la mujer ibérica en el programa radial El consultorio de Elena Francis, emitido desde 1947 y a lo largo de todo el período franquista, y cuya primera libretista fue Ángela Castells, perteneciente a la triste, humillante e involutiva Sección Femenina de Falange y al por la misma cuerda Patronato de Protección de la mujer.


Extensión ideológica de la patriarcal doxa del gobierno del Caudillo, la Iglesia y la Falange al medio de comunicación más popular a la sazón, por sus micrófonos salían perlas de invalidación total del sexo femenino como las siguientes: “Es mucho mejor que se haga la ciega, sorda y muda. Procure hacer lo más grato posible su hogar, no ponga mala cara cuando él llegue” (en caso de respuesta a oyentes con problemas de infidelidad del esposo) y  “Sea valiente, no descuide un solo instante su arreglo personal. Y cuando él llegue a casa, esté dispuesta a complacerlo en cuanto le pida” (para las que recibían golpizas de su consorte)”. Sufrir, callar, aguantar y de contra poner buena cara al victimario: lo mismo que en la práctica también le hicieron al pueblo español durante la dictadura; no solo a sus mujeres.

Muy en la línea normativa de El consultorio de Elena Francis, no más abrirse el primer episodio de la serie Arde Madrid (Movistar, 2018), el falangista personaje de Ana Mari (interpretado por Inma Cuesta, grata vuelta la suya a la teleficción tras El accidente) sermonea a unas mujeres sobre las relaciones matrimoniales, en una clase de la antes referida Sección Femenina. El adoctrinamiento apreciado en estas secuencias pareciera hiperbólico si no tuviese tanta relación con los hechos reales.

Tras esa apertura, inferimos que Arde Madrid no va a seguir los pasos de Lo que escondían sus ojos, infausta miniserie de Telecinco ambientada también en una etapa franquista de la cual se olvidaba por completo en su relato. Si bien Paco León, en esta su primera incursión como realizador en el formato telefictivo, no va a hacer un examen sociológico de la etapa -porque ese tampoco es el objetivo central de su comedia-, aquí, por asociación y a veces por expresión directa, sí va a ponerse de manifiesto que mientras Ava Gardner experimentaba su eterna francachela de alcohol y colección de hombres en la capital del país, el resto de los súbditos vivía sujeto a estrictos patrones de moralina conservadora a grado extremo. Un mundo de represión de almas, encarcelamiento de sueños, muertes y fosas colectivas, poetas asesinados, odio a la diferencia, mujeres mancilladas y demeritadas.

La rectísima y reprimida Ana Mari, coja de piernas y de ímpetus (o eso parece a priori) es ubicada por el servicio secreto, encarnado en la figura de la desopilante Carmen Machi, como doméstica en la casa del “animal más bello del mundo” para que la espíe y establezca presuntas conexiones de sus hechos cotidianos y visitantes regulares con el comunismo nacional e internacional, gran fantasma de Franco, Hitler, Trump, Bolsonaro y tantos de su misma laya.

Manolo (Paco León), pícaro nacional de la misma estirpe de aquellos que zarparon en Palos rumbo a las Américas, es el chofer de Ava y pasará, de mentirillas, por el esposo de la que avanza a corcoveos, cual complemento de su trabajo de “inteligencia”.

Pero en la rectísima falangista-mucama van crepitando progresivamente inéditas o dormidas pasiones interiores, que contribuirán a modificar su robótica actitud hacia el sexo masculino en el plano sexual. Activarán la maquinaria de ignición hormonal de su anatomía tan contrahecha en un miembro inferior como bella en su totalidad los siguientes elementos: las erógenas vibras desparramadas sobre la mansión madrileña de la calle Doctor Arce donde la enfermizamente insaciable Ava se despachaba una noche sí y otra también a un torero o a un guitarrista, el compartir obligatorio de la cama con el chofer ante la llegada intempestiva de su hermano loco de tres cojones, una piedra-consolador de la criada compañera que la saca de las casillas y la visión frente a frente del pene de medio metro de uno de los amantes de su patrona: mucho más grande que el de cualquier serie reciente e incluso que el del personaje del actor porno negro mostrado en el sexto episodio de la recién vista segunda temporada de The Deuce. ¡Toma, David Simon; Paco te ganó!

Con ecos referenciales de la comedia italiana de los ´60, el cine español del destape, las comedias de Lazaga y Ozores y un blanco y negro tristón que remite a los plúmbeos años ´60 nacionales y además al vacío espiritual de los personajes y también de una Gardner que era presa de la más lancinante soledad pese a su paradójico acompañamiento de siervos sexuales y amigos de juerga, los episodios creados por Anna R. Costa y Paco León dan cobija a detalles singulares en su tratamiento, que podrían parecer no formar parte de una comedia, como la sentida recepción de la diva y sus invitados al anuncio telefónico de la muerte de Hemingway, ese a quien un personaje de Padura imagina en la piscina de Finca Vigía con el dedo metido dentro del culo de “la pantera de Hollywood”. 

Y cuentan con una circunstancia dramática de signo lúdico complementaria que, aunque tiende a provocar la hilaridad, no creo agrade mucho a muchos argentinos, peronistas confesos o no, y es el relajo con que cogen para sus cosas al General Juan Domingo Perón y a la venerada Evita, vecinos de Ava cuando para esta, Madrid era una fiesta.  Tal coña con el político y su esposa no se le hubiera ocurrido ni a Sacha Baron Cohen.

Arde Madrid, en tanto planteo conceptual, ilustra la cerval dicotomía entre la caricaturesca España monocolor maniatada bajo la larga capa de Franco, y la libertad total del universo Gardner, que -bien mirado, o al menos esta es mi forma de apreciarlo- a la larga también supone otra caricatura, diferente es cierto, pero igual del libre albedrío y la capacidad de decisión; el relato de alguien tan supuestamente libre que corrompió el concepto al encadenarlo en el ámbito humano interno a evanescentes, sexo acumulativo sin amor y la eterna soledad casanovesca del al que siempre desearán pero al que nunca amarán en realidad.

Por aquí se pellizca el pedazo de grandeza de una serie que habla, mediante elocuencia que su género quizá tendería a escurrir de las miras de algunos receptores, de las ambivalencias, falencias, potencialidades y virtudes de seres tan profundamente complejos como nosotros los humanos.

Paco León confirma su vis cómica en la encarnación de su Manolo y fundamentalmente su buena mano en tanto director distendido que ha pasado por la autoficción de los deliciosos trabajos sobre su progenitora Carmina y el largometraje de ficción en la pantalla grande y ahora debuta en la dirección de una serie cuyos 27 minutos de duración la hacen pasar de forma rauda, muchas veces placentera e incluso contribuyen a olvidarnos de rellenos mal llevados como el asunto de Manolo con los gitanos o el alargado tema del collar de “la sinfín”, cual Lola Flores llamaba a Ava, con todo su criterio flamenco. Ritmo desgranado por cierto en cada episodio de Arde Madrid, desde los clásicos hasta Rosalía, el fenómeno del momento.

Por añadidura, la serie confirma a Movistar (La zona, Mira lo que has hecho, Vergüenza, Matar al padre, El día de mañana) como el más prometedor y certeramente artístico ente productor de teleficción en España hoy día.

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