domingo, 18 de octubre de 2020

El paraíso de María o la fascinación de los falsos profetas

 


Existen los grandes embaucadores, esos encantadores de serpientes que obnubilan los sentidos y provocan la aquiescencia acrítica de sus receptores, porque, por arriba de las épocas, niveles de vida e incluso coeficientes intelectuales, existe una tendencia natural en muchos seres humanos a dejarse llevar por esas fuerzas arrolladoras que les hacen bajar sus niveles de percepción y les domeñan su capacidad racional y volitiva, puesta tal al arbitrio de francos timadores con disfraz de iluminados.

 

El autor de esta reseña fue testigo, en un pueblo cubano, de un intempestivo acto de sugestión colectiva por uno de tales seres, quien se autoproclamaba como el nuevo enviado del Señor para curar a los enfermos. Aseguraba él, con ínfulas megalómanas e insanas de Jesucristo, que solo con tocar a algún enfermo lo sanaba. Si bien, más curioso aun que su irrupción era el hecho de que algunos asistentes a su espectáculo daban por sentado que habían salido de allí con muelas empastadas, sin dolores, curados tal cual proclamaba el anfitrión.

 

Las sectas también se alimentan de esa conexión mental establecida entre sus líderes y sus miembros, dispuestos estos, culto y adoración mediantes, a santificar todas las acciones de los primeros, a quienes consideran entidades divinas encargadas de determinadas misiones, de las cuales ellos formarían parte, para honra suya.

 

Durante la centuria en curso la ficción fílmica y la ficción serial han germinado obras de diverso signo y calidad en el primer campo como la ineludible The Master (Paul Thomas Anderson, 2012), la intrigante El apóstol (Gareth Evans, 2018) o la sobrevalorada Midsommar (Ari Aster, 2019) y series discretas pero funcionales a la manera de The Path (Hulu, 2016), American Horror Story: Cult (FX, 2017) o Waco (Paramount Network, 2018), entre varias otras.

 

Salvo excepciones, la mayoría de los títulos fílmicos o seriales sobre el tema maneja análogas coordenadas, en cierto modo similares al cine gansteril: ascensión, adoración y caída de los jefes. El punto de vista, en ocasiones, recae sobre integrantes de las sectas, quienes ven cómo se lacera progresivamente su imagen idílica de los líderes, a partir de acciones extremas cometidas por estos, elocuentes de su irracionalidad o degradación moral.

 


Es cuanto sucede en el largometraje El paraíso de María (2019), dirigido por la finlandesa Zaida Bergroth, realizadora de las previas El buen hijo y Miami. El relato, basado en sucesos verídicos, queda focalizado en la década de los veintes del pasado siglo en la nación escandinava, centro espacial de las peripecias de María Akerblom (interpretada por Pihla Viitala), dada por profeta y quien aseguraba que un ángel se le había aparecido en sueños en 1912. Bajo tal premisa fundó un culto cuyo objetivo consistía en llegar a la tierra prometida, según la ruta de las revelaciones divinas obtenidas por María en sus sueños.

 

En dicha secta se enrola la cándida Salomé (Satu Tuuli Karhu), quien pretende hallar en su venerada María a una nueva madre, papel que la cabeza del culto juega para ella con placer, como diferentes roles juega con otros miembros, en dependencia tanto de sus objetivos como de las características, necesidades emocionales y flancos débiles de los seguidores.

 

La forma en que María finaliza la relación entre Salomé y la joven prosélita Malin (Saga Sarkola), que la segunda incorpora a filas y con quien tiende un puente espiritual y presumiblemente sexual, además de otros eventos determinantes, conllevarán al develamiento de la real personalidad malévola de la anfitriona.

 


Y es lógico en películas de este corte; cuanto sí no lo es sería la forma plana mediante la cual el guion atiende el personaje de María, una falsa profeta sí, pero alguien que murió en 1981 creyéndose su mentira, lo cual habla de una determinación sustentada en una vida al servicio de su creencia. Eso, no obstante la legitimidad de esta o no, porta un peso preciso de sopesarse, lo que aquí no se hizo.

 

Lejos de dicha profundización, la María fílmica ora asemeja una vampiresa o una femme fatale, ora una heroína de películas de espías. Por tanto, la respuesta a por qué la María real provocó niveles de adoración popular en Finlandia no la vamos a conocer en este filme.

 

Determinados trazos en la concepción del personaje de marras resultan pueriles o disonantes (el beso disimulado en la boca a los jóvenes que van a cumplir una misión criminal suya, el escape Bond del tren, el escondite dentro de la propia sede del culto).

 

Por otro lado, el guion de Jan Forsström y Anna Viitala muestra demasiada timidez en explorar el costado erótico entre Salomé y Malin, solo trabajado a través del sobrevuelo o la sugerencia, aunque en determinadas escenas se imponía otro tono.

 

El paraíso de María también acusa desniveles de ritmo, deslavazada dirección de actores y un tinte de telefilme que suele posársele cuando menos favor le hace. Alguien la ha comparado con la colosal The Master. Si bien las mayores estupideces son posibles en materia de juicio durante la era de las redes sociales, debían llevarlo a un manicomio, por lunático y lesa afrenta al cine.

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