Ganadora de las principales categorías a concurso en los premios David di Donatello 2007, por arriba de la gran favorita de aquella liza -Caos calmo, de Nanni Moretti-, La desconocida (La sconosciuta, Giuseppe Tornatore, 2006: exhibida en la nación como parte del ciclo dedicado al cine musicalizado por Ennio Morricone), pese a no poseer la extraordinaria calidad de su citada contrincante, en modo alguno resulta una película descalificable, según la impugnasen ciertos críticos europeos.
Olvidémonos de la ristra de premios concedida por la Academia italiana (al menos a quien escribe cada día le importan menos los lauros otorgados a las obras fílmicas, porque la historia está cundida de injusticias y “bonches”, desde los Oscar hasta el Festival de La Habana). Estamos ante un largometraje digno de apreciar por otras razones extracurriculares.
Ante todo, lo primero que precisa reconocérsele a Tornatore es su voluntad y capacidad para cambiar, con dominio pleno de facultades, de su tesitura acostumbrada del relato melodramático condimentado de semiépica agridulce, costumbrismo, realismo mágico y buenas cajas toráxicas femeninas a lo Monica Bellucci en Malena.
El director de Baaría estampa aquí sorprendente cambio de registro, al bajarse con un muy limpio en su trazo narrativo trabajo de género cuya organicidad dramática, sentido de la puesta en pantalla, diseño de producción, banda musical -de su habitué Ennio Morricone desde los tiempos fundacionales de Cinema Paradiso- y composiciones actorales concitan encomio.
En molde de thriller de suspenso de eco social, La desconocida conversa con el espectador en torno a las fracturas humanas, a los quiebres que nos sumergen en una espiral de acciones conducentes a las decisiones menos sospechadas. Irina (encarnada de forma excepcional por la rusa Ksenia Rappoport, igual de dúctil en Yuri) es una inmigrante ucraniana de pasado turbio, pretérito el cual la edición de Massimo Quaqlia reproduce a través de puntuales flash backs: par de ellos tautológicos, reiterativos, extensos por cierto. Forzada, como muchas de sus compañeras de Europa del Este llegadas a la Italia del sátiro rufián caligulesco de Berlusconi, a prostituirse y vender sus hijos por las mafias de contrabando humano, la muchacha ve desfilar ante sí una serie de hechos trágicos que incluye la humillación constante, el asesinato del hombre amado o la venta de su hija a una familia rica.
Por vía de un engaño de su traficante-jefe (timo del cual sabremos casi al desenlace), Irina cree localizar a su descendiente en la casa de un matrimonio acomodado, a cuyo interior accede por las formas típicas de cualquier suspense de mucama al corte de La mano que mece la cuna, distante de las intenciones ingenuas del personaje similar del filme coreano The housemaid. Esta atmósfera genérica es bien llevada de modo general, con todo lo que tiene que contener (su sangre incluida e incluso ciertos giros hiperbólicos e incomprensibles, como el de un personaje muerto que revive, algo ya gastado desde la era de Atracción fatal); sin embargo cuanto más interesa del filme es la solidez del personaje de la extranjera, sus sentimientos, la lucha de contrarios establecida en su mente. Pese a haberse rodado tantas historias semejantes, creemos a esta mujer en tanto ser dramático orgánico, vívido; pletórico de matices, trasfondos, motivaciones. Guión y actuación se conjugan de manera total en pos de ello.
Entre las líneas de censura de la crítica europea estuvo el planteamiento “antiguo” del relato, ante lo cual un propio practicante del giro en la Península con forma de bota ripostó, cargado de razón, que en todo caso la culpa no sería de Tornatore, “sino de la realidad. El mundo contemporáneo de las migraciones, la ferocidad y el desinterés por el otro ha resucitado destinos trágicos que a estas alturas de la modernidad creíamos superados”.
Es el destino de Irina -reflejo del ancestral desprecio de Occidente hacia los “bárbaros”, quienes a diferencia de la novela de Coetzee sí arribaron ya a sus costas en forma de inmigrantes- tan trágico que pareciera helénico si el buen Tornatore, recurriendo a sus tradicionales conejos bajo la manga de Todos estamos bien, no eludiese la potencial caída final al precipicio mediante ese final cuasi reconciliatorio donde baraja buen estrujón de pecho de sesgo melodramático puro sello de la casa. Redimido, sí, merced al rostro globalizador de recursos histriónicos de la Rappaport. ¡Salve Ksenia!
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