De El sabor de las cerezas (Abbas Kiarostami, 1997) a WALL-E (Andrew Stanton, 2008) y Veinte años (Bárbaro Joel Ortiz, 2009), pasando por la obra documental de Godfrey Reggio, cierta porción del nuevo cine iraní, coreano y asiático en general, la pantalla está (re) conociendo -una vez más en su historia, si nos acordamos de alguna parte de la factura sesentiana-, la pureza y legitimidad comunicativa del silencio empleadas por el cine mudo.
Los primeros 16 minutos de La guarida del topo (Alfredo Ureta, 2011) son puro cine mudo, aquel al cual no le faltaba la voz sino tenía el silencio, según reza conocido adagio. Como solía hacerse casi un siglo atrás, el realizador de La mirada prescinde de vocalizar, en aras de señalizar. Tal segmento introductorio podría mostrarse en las escuelas de cine en tanto paradigma de fijación de sentidos a partir de la sígnica, la iteración de movimientos/procederes del personaje central, ademanes, liturgias…, si no estuviese sometido a un cuasi asfixiante ejercicio de demostración subrayada de lo anterior.
Ureta bien pudo decir cuanto pretendió en la mitad del tiempo, so caso de obliterar el remarcado de la loza despegada del suelo (ya con una pose aguzada de la cámara sobre sí, todo quien tenga un tiempo viendo cine sabría que iba a funcionar en tanto catalizador de algún segmento del conflicto), la experiencia de círculos concéntricos del cubo caliente, el baño, la cafetera, en fin.
No obstante esa proclividad vinculativa -manifiesta ya desde el mismo título y su relación con el oficio, la actitud, el hogar y el destino del protagonista-, resulta bien gratificante la defensa de tal opción por el creador, en casi todos los sentidos salvo por el tiempo invertido en cubrir la mencionada área expositiva.
Como saludable sigue siendo para la pantalla nacional la irrupción de películas como esta, las que el comentarista venía -más que premonizando, pidiendo-, desde Mata que Dios perdona (Ismael Perdomo, 2007) y ahora, al fin, nos llega casi en racha gracias a varias piezas ya estrenadas y a coronar muy pronto mediante el primer terror de nuestra historia fílmica: el ya exhibido en el exterior Juan de los muertos (Alejandro Brugués, 2011). Es que, sencillamente, largometrajes a la manera de La guarida del topo le hacen falta a una filmografía nacional que por momentos casi parecía sucumbir entre comedietas corte Un paraíso bajo las estrellas: o “un infierno bajo las estrellas”, al decir del finado Rufo Caballero en El Caimán Barbudo.
La guarida del topo constituye un filme interdisciplinariamente genérico el cual, pese a su manto de semidrama existencial, porta un ADN cinéfilo lúdico que por ratos lo hace mofarse de sí mismo y trocar cuanto va haciéndose predecible en la trama mediante fruiciosas piruetas de guión resueltas a base de mera inventiva fílmica. Empero, por un momento se le van de la mano las emociones al también guionista Ureta, al conducir prácticamente a risa mediante la escena donde nuestro solitario personaje central de Daniel (Néstor Jiménez) cae en el túnel y comienza a llamar al pollo perdido con esos “ti, ti, ti, ti…”.
De hecho, la arquitectura dramática de dicha zona onírico-subterránea-filojeunettiana sea quizá, pese al gozo o espasmo con que uno en tanto espectador la asume y el admirable riesgo frontal asumido por Ureta, la más laxa en coherencia y organicidad narrativas de un filme bendecido en buena medida, en otros órdenes, por el numen de la claridad directa de sus enunciados y la correspondencia entre la definición de personajes (ahogados, abatidos, con pasados imperfectos) y las composiciones interpretativas de Ketty de la Iglesia en el rol de Ana y el ya a la fecha todoterreno Jiménez -hay que ver como se desdobla este hombre en cualquiera de los cortos de Eduardo del Llano-, encargado de escenas difíciles resueltas con donaire por él, a la manera del llanto en el baño.
La guarida del topo es una película que diversifica sus sentidos una vez reposado el receptor del visionaje, pero lo más perdurable de esta historia mínima con moldura de pieza de cámara radica en su reflexión sobre el vacío, la soledad, la frustración cargada con la batería aciaga de vidas cortadas. El personaje central, de los más completamente construidos del cine cubano reciente en cuanto a su integralidad y tratamiento a partir de un prisma sujeto a la hechura del monólogo interior, sobrevive y se alimenta del peso de su incompletitud, pero conserva la nobleza para ser capaz de esa su decisión final -que no develaremos- coadyuvante a elevarle el techo moral y las tablas de su autoestima, merced a sacrificio personal conducente a una futura redención.
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