Los cuatro personajes centrales de Larga distancia -realización respaldada por el ICAIC, el Ministerio de Cultura y la productora independiente Sincover, de estreno nacional-, tienen colocados en la espalda el GPS de la desolación, como un ser quebrado de Álvaro Mutis o cualquier habitante de los relatos de Lucrecia Martel e innumerables escritores o cineastas que identifican su materia prima básica en los conflictos acarreados al ser humano por el agobio, el dolor y la decepción. Son las del filokasdaniano filme de Esteban Insausti (por la recordada Reencuentro, Lawrence Kasdan, 1983: madre intelectual de la pléyade de “películas de amigos reunidos”), tanto las protagónicas como las secundarias, figuras fracturadas, hecha esquirlas emocionales, demolidas interiormente por un peso que las supera y ante el cual nadie nunca pudo hacer mucho a través de la historia: circunstancia, contexto, momento…
La soledad y el vacío de Ana, cansada de pasar cumpleaños en compañía de una vela -aislamiento y frustración compartidos por Bárbara, Carlos y Ricardo, cada uno a su manera o desde ángulos diferentes pero que inextricablemente se interconectan-, penden, dependen de una razón germinal concreta, lo mismo en el caso de la primera, cual en el de los otros tres amigos. Es el hecho de no poder reconocer en ninguno de sí mismos la cristalización de sus sueños. Son gente a quienes el destino les varió el carril de sus anhelos, para -ni siquiera mediante la solvencia económica de la exiliada Ana; ni los dineros enviados hacia Cuba por el padre de Bárbara desde el exterior, verbigracia-, lograr menguar su desestímulo espiritual, su sensación de orfandad afectiva.
Poseen las artes literaria y cinematográfica desde sus inicios riqueza mayor en la configuración de tipologías difusas, sometidas a un caos mental interior que las sacude y propende a acometer decisiones claves que delinearán los epicentros nudales de los conflictos dramáticos. Aquí, salvo la escapada de Ricardo de la tienda con el oso de peluche (por cierto, a cualquiera pudiera parecerle exagerado, pero con qué magnífico plumazo el también guionista Insausti pintó los maltratos ocasionales de un cubano dentro de las tiendas recaudadoras de divisas) no vamos a encontrar muchas hamletianas situaciones tendentes a establecer sí condicionales desde el plano de la acción. Más bien, los dilemas existenciales van trazando marcas de agua sobre las coordenadas de la mente.
Dichas especificidades las ha delimitado el director del tercer corto de Tres veces dos y Existen con precisión admirable en cuatro personajes sustantivos, enjundiosos, bien construidos a rango de guion y defendidos sin vacilaciones interpretativas por Zulema Clares (Ana), Alexis Díaz de Villega (Carlos), Tomás Cao (Ricardo) y Lynn Cruz (Bárbara). Resortes básicos ellos de una historia con la cual puede reconocerse parte de esa generación cuyo instante de juventud acaeció en el centro del período especial, con su oneroso saldo de rémoras morales, privaciones, distanciamientos y el parteaguas psicosocial del balsero: figura a la cual remite el relato desde su mismísima portada, dada la interrelación crucial de la historia con el fenómeno de la emigración, con la disyuntiva económica de muchos entre “el irse o el quedarse”. Asunto al cual Insausti suma su particular, conciliatoria y exenta de enjuiciamientos mirada -luego de las entrevistas, en paneo parcial o total, por los largometrajes postreros de Humberto Solás junto a otros dirigidos por Enrique Pineda Barnet, Alejandro Brugués, Lester Hamlet, Miguel Coyula o Alfredo Ureta-, dentro de una puesta en pantalla favorecida en sus apartados técnicos, pese al escasísimo presupuesto y rodaje en video digital. De innegable atractivo visual y sonoro, propiciados por la fotografía de Alejandro Pérez, el montaje de Angélica Salvador y la música de X Alfonso para la banda sonora diseñada por Osmany Olivare. Provista a su favor del apoyo en las composiciones secundarias de actores tan completos como Verónica Lynn, Coralia Veloz, Miriam Socarrás y Annia Bú.
Aunque a algún espectador pudiera “marearle” la puesta en pantalla del filme, con sus insertos de seudo entrevistas documentales, estructura fragmentada, la manera cómo la trama camina sobre la base del punto de vista de Ana, aceleraciones o desaceleraciones del montaje o las decisiones de cámara, e incluso considerar inorgánico la imbricación de las primeras, no los objeta este comentarista. Son recursos utilizados desde hace bastante rato en el cine contemporáneo, bien asumidos aquí. Lo que ocurre con las “entrevistas” de Insausti es que las emplea a manera de evacuación de redundantes ideas no -o incluso ya- verbalizadas en el diálogo de los personajes en la casa de Ana, o en el monólogo permanente de esta con su diario: de hecho bien auspicioso en conceptualizaciones. De tal, se produce una sobrecarga de información y definiciones que, no ya elidirse del todo pero sin dudas sí debió sofrenarse a fin de que el espectador pudiese levantar mejor su imaginario decodificador, sin intermedio de instancias que, por harto explicativas, tórnanse inductivas.
Cada receptor es capaz de articular su exégesis en torno a la tremenda carga de pesimismo desprendida por un filme a través de cuya hora y media de metraje los ángeles de la tranquilidad espiritual o la felicidad no asoman un alita. Como bien dice Ana, la cubana que vive en el extranjero y se inventa este onomástico autocompensatorio: “La alegría nunca es demasiado alegre”, incluso para ella, a quien Bárbara supone más feliz por poseer más “cosas”. OK, es verdad, el ser humano casi nunca se siente completamente contento o complacido, en ningún sitio de este mundo, y esta es la película individual concebida por un artista como todas lo son y por ende en potestad de urdir su universo de significantes, pero vamos, hasta tras la cicuta llega un sorbo de miel. Un átomo de distensión logra burlar hasta la inexpugnable física de todo prisionero de sí mismo bajo la llave cancerbera de su circunstancia.
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