No es la dama de Hitchcock de 1938, sino un felino casero lo desaparecido por el argentino Carlos Sorín en el que constituye el exponente cinematográfico de su filmografía que, al menos quien escribe, no esperaba proviniese algún día del realizador de La película del rey, Historias mínimas, Bombón el perro, El camino de San Diego y La ventana.
El gran Sorín de los relatos de filigranas, juanes sin tierra entrañables del vientre de la Patagonia, actores no profesionales, canes, ancianos, ultrafánaticos maradonianos quienes viajan cientos de kilómetros con un pedazo de árbol que les recuerda al astro futbolístico, en fin ese Sorín catedrático de la “invisibilidad” se nos descuelga ahora con un ejercicio fílmico de género, en escenarios burgueses.
Es su El gato desaparece (2011), exhibido en el Festival de Cine Latinoamericano, un thriller psicológico de suspense en toda regla; muy cuidado en sus departamentos técnicos, si bien no exento de manquedades narrativas; de hecho lógicas en cualquier advenedizo en las tierras de un trompo tan bailado.
No mencionaba de gratis al estratega inglés del suspenso al comienzo de la reseña. Resulta justo un mcguffin -acorde con el autor de Vértigo un simple recurso o más bien pretexto meramente funcional al desarrollo del relato-, lo empleado por el guionista y director para poner en ignición la maquinaria de una trama cuya presunta polea dramática podría ser el minino del título. Aunque nada que ver; nunca habrá gatito más mcguffiniano que el del bromista Carlos.
Mi admirado director latinoamericano (su Historias mínimas, de 2002, es una de las películas de cabecera del comentarista) se ha adentrado en las socorridas y al día de hoy hiperexplotadas tierras del suspense. Debe reconocerse: camina bien durante un lapso del metraje; parece que el hombre va a coger el punto del climático género (sobre todo merced a la conjunción de logradas atmósferas, aumento tensional y las composiciones magisteriales de unos Luis Luque y Beatriz Spelzini quienes vuelcan su talento aquí en los dos personajes centrales, a quienes construyen icebergianamente según el entendido hemingwayano), pero su película quebranta la esperanzas del narratario al regalar a la larga muchísimo menos de lo prometido y -nunca mejor dicho- dar un gato por liebre que, duele decirlo con Sorín, pero innegablemente sabe a poco.
Realizadores argentinos como el finado Fabián Bielinsky, junto a Marcelo Piñeyro y Juan José Campanella, supieron o saben deslizarse con solvencia e incluso notable eficacia dentro de los parámetros de un cine de género industrial cuyo espejo de referencia originario ha de buscarse, por supuesto, bien al norte del Río de La Plata. Y Sorín parece, de hecho en cierto modo lo logra, que aprehenderá bien los recursos de la variante fílmica en la cual se encamina. Sin embargo, su película no pasa de simple muñón del puñetazo fílmico que pudo ser en cuanto a la conexión del tema de la locura y el séptimo arte, aun a la fecha tan bien observado por distintos directores. En tal ilación no merece la pena detenernos, en tanto solo se utiliza en beneficio de la sostenibilidad del clima; no cual verdadero interés de análisis del filme.
El largometraje no supera la categoría arriba citada porque, más allá de que estemos frente a una pieza de cámara, de construcción, de guion y personajes -como el mismo creador se ha encargado de dejar claro-, ello no la exime de la languidez del material dramático utilizado -si se repara en la riqueza potencial de lo posible a manejar aquí, si soslayamos la pueril premisa-; ni tampoco de la exigua densidad narrativa que da lugar a la resignificación del relato luego del twist o vuelta de timón final. A tal altura, entonces, a uno no le queda más remedio que preguntarse: ¿y esto era todo? Pero además, olvidándonos del obvio juego de trampas/evasión de elementos consustancial al género, Sorín comete el flagrante error de sustraer una información que propenda a la mejor cristalización de dicha clausura.
Queda de sedimento, pues, un suspenso bastante ligero para los mejores estándares. Aunque la película toda vale la pena verla, nada más, por apreciar en escena, juntitos, sobre todo a la Spelzini -dúctil, quirúrgica, asaz detallada en transmitir su presión interna- y Luque. No por gusto constituye la escuela argentina de actuación uno de los blasones artísticos de nuestro continente.
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