El estreno cubano es exhibido en todo el país ahora
La película de Ana (Daniel Díaz Torres, 2012) bien pudiera haberse titulado La película de muchos, en tanto engloba en su relato la -a su disgusto- inmarcesible dicotomía de tantos conacionales entre querer y no poder; porque ensarta en su flechazo discursivo la disyuntiva de miles de compatriotas entre ser fieles a preceptos morales y estar obligados a burlarlos por circunstancias económicas que los superan. Es muy triste ello: sucumbir al reinado tácito de la concesión. De tal que, aunque a la larga sea una comedia dramática, o dramedia según el término estadounidense, el filme resulte uno de los más desconsoladores de una pantalla nacional reciente donde si algo no abunda es la alharaca entusiasta o el jolgorio (Camionero, Melaza, Penumbras, Marta, Alumbrones, La anunciación, Casa vieja, Fábula, Chamaco, La guarida del topo, Verde verde, Larga distancia…), para dejarlo solo en la ficción, porque en la parcela documental resulta tanto o mucho más lancinante el reflejo.
Lo anterior -lo de desconsolador- no va en tono peyorativo contra el largometraje, sino cual constatación del conflicto por el cual se interesa el guión de Eduardo del Llano, Premio Coral en su categoría durante el último Festival de La Habana. Y sí, aquí hay un Conflicto, bien concebido e igualmente desarrollado en parte del metraje, junto con algunos personajes enjundiosos; sobre todo el de la Ana eje central de la narración. Son dos bazas contribuyentes a empinar cualquier dispositivo audiovisual. Sin texto y sin entes humanos no avanza cinta alguna.
No me creo mucho, pese a la ya cansina remisión de este y demasiado filme al cartelito de “inspirado en hechos reales”, que una actriz de televisión viva en tamaña miseria como nuestra Ana, pues todos quienes transitamos por los medios sabemos que es el mejor pagado del país. Máxime cuando ella tiene al aire una aventura y una telenovela; si estuviera en tiempo muerto al menos resultara más creíble. Los insultantes bodrios en el exterior en los cuales hemos visto enrolados a intérpretes locales dan buena medida del precio a pagar para comer. Algunos son de ahorcamiento.
Pero bien, al punto: la mujer, camino a la veteranía, está “mascándose un cable” y debe entrar en juego con una prostituta verdadera (Yuliet Cruz, fabricada para tal tipo de papeles; aunque debe luchar por su desencasillamiento, le sugeriríamos) para representar a una colega suya, apócrifa, en uno de esos no escasos montajes que alrededor del tema ejecutan cadenas televisivas extranjeras, la mayoría de las veces sesgados, epidérmicos y sujetos justo a cuanto sucede aquí: a una representación, una puesta en escena. No cuestionables grabaciones tales por inexistente la prostitución en Cuba -de hecho aprendimos a convivir con ella luego del período especial y crece arropada bajo diversas variantes o expresiones-, sino por la manipulación con la cual es tratado el asunto desde un exterior dominante e incapaz de ver la viga en su ojo, mas siempre proclive a meter la ponzoña por el lado equivocado e imponer su perspectiva exógena en realidades internas descontextualizadas y exageradas. Precedentes varios pudieran consignarse; entre ellos alguno harto denigrante de un canal español.
No obstante, La película de Ana no tiene como megaobjetivo el asunto de la prostitución, ni Díaz Torres/Del Llano las intenciones de Godard en Vivir su vida, las de Soderbergh en The Girlfriend Experience o mucho menos las de Garry Marshall en Pretty Woman. Tan solo opera cual fondo contextual para echar a correr las aventuras y desventuras de un riquísimo personaje, ni chino ni belmondiano sino muy criollo, en cuya sustancia la cada día más espléndida Laura de la Uz encuentra el resorte preciso para lucir las galanuras histriónicas ofrendadas al espectador aquí. Varios colegas han titulado sus crónicas del opus como La película de Laura. No yerran; de cierto lo es. Si fustigué en su momento el inmerecido primer Coral de Actuación otorgado a la entonces muy tierna intérprete de Hello, Hemingway (1990), ahora alzo en brazos al Jurado encargado de otorgarle el segundo, y legítimo, en el Festival de La Habana.
Laura maduró de tal manera, merced a su quehacer escénico en Teatro de la Luna, el cine -de Fernando Pérez a Juan Carlos Tabío- y la televisión a través de casi un cuarto de siglo, que su registro en el filme es sencillamente fabuloso. Manifiesta ductibilidad, maleabilidad, capacidad de transformación, riqueza interpretativa. Dómine de las transiciones, su caracterización me hizo recordar a la Glenn Close de Amistades peligrosas cuando salía llorosa de una habitación y penetraba a otra jubilosa, intentando engañar a su compañero camaleón John Malkovich. Uno disfruta y se complace con encontrar en un cine cubano, en el cual llovieron sin escampar actuaciones desastrosas en 2012, semejante composición. Merced a construcción tal, de la Uz se ha consagrado. Es su momento en la historia de la pantalla nacional y debe aprovecharlo, si oportunidades hubiese de filmar, estrenar, volver a rodar; en fin, el ciclo de la vida para cualquier rey león del arte de convertirse en otro ser.
No todo el mérito le corresponde a la intérprete de Madagascar, en realidad. La arquitectura del personaje del quinto guión de del Llano para Daniel le permite romper la crisálida de un “otro yo” a Ana, ya a cierto trecho bien fundida en el pecho de Laura, para echar a volar por esta vía retales de amargura, jirones de dolor convertidos en palabras constituidas a su vez en hermeneútica personal de acerba circunstancia. Cuando, en su condición de falsa prostituta en plan de representación cinemática, suelta al aire de esa vieja Habana que tantas reales ha visto “hacer la calle”, unas mentiras nunca tan verdaderas, no solo habla en singular, sino sobre destinos compartidos en un mismo escenario geográfico/espiritual de rupturas y quiebres históricos, económicos, morales, éticos… Quizá constituya la más profunda “catarsis” (no tecosa) del cine cubano reciente, con una peligrosa tendencia verbosa filoargentina cierta zona de este. La infame Los desastres de la guerra, ejemplo palmario.
Díaz Torres es capaz de superar el listón no muy alto de su anterior Lisanka (2009) y por buen trecho el de la olvidable comedieta Hacerse el sueco (2000). Este señor, famoso en la pantalla nacional por los hechos -risibles vistos a esta altura donde emergen al celuloide, para dar la vuelta al globo desde Sitges hasta Toronto, obras tan irreverentes como Juan de los muertos-, relacionados con su “vigilada” Alicia en el pueblo de las maravillas (1991), firma una película a destacar dentro de la filmografía insular próxima; si bien la viña no ha sido muy generosa en las últimas cosechas -más bien seca, casi nonata en trascendencia- y quizá ello haya contribuido a la sobrevaloración de la cual resulta objeto entre varios exégetas.
Constituye a lo sumo una cinta bien facturada, con la gracia de contar con un personaje y una actriz encargada de componerlo extraordinarios, pero con demasiada impresión de déjà vus como para sembrarla a catapulta ponderativa pura a un Olimpo nacional donde no merece figurar a falta de coherencia, un extra narrativo, fuerza dramática (en sentido de obra, corpus, general; no por trechos) originalidad, ecumenismo. Contiene más de lo mismo en su visión solariega post-Entre ciclones; esbozos, siluetazos de intenciones no del todo consolidadas (la relación de Ana con el cuñado de Miami); escenas para complacer a la platea más elemental o los coproductores (cuando Yuliet Cruz manda a los mirones a buscar refresco y bocadito de jamón, sobre el telón de fondo de esa Habana eterna de mucho cine cubano: ¿somos tan básicos, madre mía?, a lo peor sí); personajes monocordes (esa relación sentimental de Ana: el profesional, también frustrado, asumido por Tomás Cao, actor quien insiste en una seriedad que me recuerda a una Madeleine Stowe pre-Revenge o a su versión local de Ketty de la Iglesia. Es un intérprete con presencia histriónica, pero siempre el mismo sea en una telenovela, en Larga distancia, Penumbras o en la pieza del creador de Kleines Tropicana)…
Tampoco deviene saldo favorable del relato la forma cómo Ana y su compañero romántico “arman” el audiovisual para los extranjeros, habida cuenta quizá menos de su carácter forzado que de su facilismo escritural: la bronca procurada con la hermana y la camarita escondida en la cartera es de parvulario. Asaz socorrido el medio narrativo mediante el cual uno de los foráneos descubre la verdadera identidad de la falsa jinetera: esto de verla en la televisión ya fue empleado antes en un trillón de películas. Demasiada tremolina en la recta final, la cual no encuentra organicidad con el segmento introductorio-central. Irrentable dramáticamente el agitón sexual del europeo a la cubana para “desquitarse” por la engañifa; ingenuo el súbito enamoramiento del otro. Primero ninguno la mira, ambos muy profesionales, andróginos casi, y luego depredadores sexuales o amantes con el candor del Alejandro Manzoni de Los novios: no resulta fiable la evolución. Sin embargo, ninguno “se manda” con Yuliet, quien sí tiene para repartir. No convence mucho el proceso de “intelectualización del callejerismo” atisbado en dicho personaje. El conocimiento generado gracias a la “universidad del asfalto” llega a un tope.
El “descoloque” resolutivo aludido representa inveterado mal de la pantalla nacional, dentro de la franja más inmediata del género de marras, como resultado de una improcedente aplicación de determinada herencia de la nueva comedia americana pre-Duplass, en cruce imposible con la blanca cubana de los ´80. Ni una cosa ni la otra consiguen sus articuladores, tan solo una criatura híbrida digna de algún trabajo de Vincenzo Natali que echa a bolina, a golpe de cuchilla artera, cuanto subió a los aires las áreas previas del relato a hilo ingente de guion. Por lo anterior La película de Ana no deriva a la postre en eso, en la obra mayor que NO es; y queda más bien -si justicia aplicásemos-, cual perfecto maridaje de un filme con su título. O mejor, guarde aun más correspondencia con la denominación emitida por mis colegas: La película de Laura. Lo dicho. Doña de la Uz, a sus pies. Ojalá se encuentre con las verdaderas grandes narraciones fílmicas por usted merecidas.
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