Años antes que Walt Disney convocase a Blanca
Nieves y los siete enanitos para su primer largometraje homónimo de 1937, la
pantalla ya adaptaba -y desde entonces lo ha estado haciendo sin parar-, los
cuentos de hadas o fábulas morales infantiles tradicionales. Por regla, pautada
su hechura a las normativas formales e ideológicas (las conocidas recetas
moralistas) delineadas en estas letras clásicas de Perrault, los hermanos
Grimm, Andersen… Sin embargo, no es mucho el cine fabricado que echase ojo al
horror interno y la carga sígnica (las veladas pero constantes remisiones
eróticas, verbigracia) de tales narraciones, si excluimos escasas producciones;
entre ellas alguna hollywoodense, tres o cuatro europeas y la reciente versión
coreana en clave de terror de Hansel y Gretel (Pil-Sung Yim, 2007).
De momento, parece que serán más las películas a
explorar dicha cuerda, pues los estudios norteamericanos promocionan una
retahíla de versiones “negras”, “adolescentes” o “adultas”, a asomarse en
taquilla entre el presente y 2015. El estrenado trasunto de La bella y la
bestia en el cuerpo de ese producto de usar y tirar titulado Beastly (2011) no
abrió bien el camino, ni permite establecer halagüeñas conjeturas. La historia
demuestra que estas “avalanchas” genéricas de las majors destacan solo por su
vocinglería.
No obstante, se inscribe en tal corriente,
además, otro mascarón de proa, rescatable este: La joven de la capa roja (Red
Riding Hood, Catherine Hardwicke, 2011). Dicha libérrima adaptación de
Caperucita Roja, cuento escrito por el francés Charles Perrault en 1697 a partir de las
tradiciones orales provenientes del medioevo, desanda el hasta hoy poco
transitado camino del “lado oscuro” de las historias infantiles.
La Hardwicke, con el lunar de fraguar la
pieza apertural de la saga Crepúsculo (pese a su bastardía, la más pasable
entre las adaptaciones del pastelón teen de Stephanie Meyer, todo quede dicho),
toma el libreto de David Johnson, el cual propone a una Caperucita tan bella
como Amanda Seyfried (Chloe, Diabólica tentación), en edad de merecer cuanto le
pueda venir. The woman in red tiene en vilo a dos galanes de su aldea.
Feromonas en su punto, hormonas tan ígneas como su capita. Un pretendiente es
pudiente y otro carente: la historia de siempre, olvídense de la cacofonía. No
podía faltar, por supuesto, un lobo; o mejor un inmenso hombre-lobo que
provocaría los sentimientos de Salieri al compuesto para Jack Nicholson en la
versión noventera. La bestia podría ser alguien de la misma comunidad, hasta
del hogar de la tentadora veintiañera rubia. ¿El diablo en la propia casa? Un
sacerdote redentor en la faz del draculiano Gary Oldman no alberga dudas del
colosal desastre a cernirse sobre la vecindad. Luna llena, grande y colorada a
la manera de los pómulos de Amanda Seyfried. Peligro total.
Hardwicke se las arregla para sortear tan simple
premisa argumental o mensajes harto leves -risibles incluso a la hora de
proyectar alegorías socio-políticas-, y lograr la hazaña de sustentar energía
cinematográfica pura a trama semejante. Son rarezas de la pantalla. La inocula,
e igual cimienta magnetismo y tensión, a merced del permanente suspenso, el
ritmo mantenido del largometraje, la sutil o explícita erogenia destilada por
cada fotograma, los ricos contrastes entre el rojo y el blanco de la nieve
generados por la cámara de Mandy Walker y una capacidad realmente encomiable
para articular atmósferas visuales y dramáticas. No se disfrutaba tanto la
composición formal de un bosque o un entorno “aldeano” de terror desde La
leyenda del jinete sin cabeza (Tim Burton, 1999) y The Village (M. Nigth
Shyamalan, 2004).
Si no nos ponemos demasiado hoscos, podremos
pasar un rico rato de entretención por conducto de esta versión medio
gótico-carroburtoniana-crepusculófila de la inmortal Caperucita Roja. Nunca
menos Caperucita y nunca tan roja, porque ya ellas hace rato no le tienen miedo
a ningún lobo.
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