viernes, 21 de marzo de 2014

Barrio Cuba, desgarradora pieza de Solás, de reestreno por aniversario del ICAIC


Ver otra vez la, a propósito del aniversario del ICAIC, reestrenada Barrio Cuba  resulta una aplastante (y a la vez fecunda y necesaria) experiencia vital. Es una película hecha desde el dolor para comprenderse en el dolor, que te crispa, te revuelve el estómago, masacra tu día y hasta puede crear un posible complejo de culpa a quien no haya escalado su Gólgota individual, a quien no arrastre o arrostre su cuita compañera. Pero, alquimias del cine, al suministrar un ineludible componente purificador añadido, te limpia la mente y desbroza las sendas, te aparta -al menos de momento-, de la sordidez aledaña y personal. Y asegura a su destinatario, a diferencia de otros filmes nuestros en frecuencias tonales colindantes con lo elegíaco o el réquiem, que siempre (o casi para ser exactos) hay una salida, una claraboya de aire y luz en medio de la habitación más oscuramente desoxigenada.

Lleva envuelto en sus imágenes este filme totalmente intempestivo, inusitado dentro de la ficción cubana, dos infinitas pero nutritivas horas de estudio del estado de la tristeza, la angustia y el pesar que suele interponerse en la travesía a la realización -o la irrealización- humana, cuyo planteamiento dramático, no sé por cual mecanismo inefable de expresarse en verbo, no la convierte empero en la Biblia del sufrimiento, sino en una conmovedora fabulación narrativa que habla, con los labios dentro del alma humana, de los poderosos e inescrutables caminos de la redención en nuestro género, raza o especie.
Nadie que haya hablado de Barrio Cuba, que sepa, la pensó desde su dimensión religiosa. Y la creo y la veo como una pieza que conlleva ínsitamente -en una exégesis revestida de un mínimo grado de honestidad- cuando menos a atisbar en sus ángulos cristianos de apreciación del destino de sus personajes. Las epopeyas, peripecias y circunstancias vitales de varios de tales seres devienen líneas de existencia signadas por la prueba, el sacrificio y la redención, trinidad sobre la cual se asienta el edificio cristiano. Pero la película, como la vida y a semejanza de la religión, enfoca este trayecto de la nada al todo, por el cuerpo y pensar de ciertos elegidos en representación de aquellos otros que no son puestos a afrontar el reto, o bien se resguardan de sortearlo a tiempo, según creen. Y al menos el filme no tiene misericordia con estos últimos: o se hunden en los estertores de su fracasada búsqueda de la felicidad, o no entienden las claves  para acceder a ella. O, a las claras, parecen destinados a nunca poder conseguirla.
El finado Solás, en esta película coral y preconizadora del concepto de cine pobre que sustentó en cuanto a su economía de recursos (segundo peldaño de su anhelada trilogía sobre el pueblo cubano, luego de la inicial Miel para Oshún, de 2001), no se sustrae tampoco de incorporar sujetos temáticos convertidos en nudos gordianos de la realidad criolla a la manera de la prostitución como sucia aunque eficaz salida a la dificultad económica, la intolerancia y la homofobia acentuadas por la acendrada raigambre machista del ciudadano medio de este país, o la separación familiar a consecuencia del inveterado diferendo Cuba-USA motivado por la obtusidad política yanki. Como todo gran director, Solás autocita su obra aquí (actores, temas, resoluciones dramáticas), así como a sus dilectos De Sica, Visconti, Ray, en la cinta que vino, más que a marcar la grandeza en estado de puro de un realizador que demostró lo era hace décadas, a confirmar la franqueza creadora del más capaz de nuestros autores vivos. Sinceridad a ultranza.
Su película, contentiva de todo un derroche de grandes composiciones interpretativas (focalizan extraordinariamente bien sus personajes Luisa María Jiménez, Rafael Lahera, Isabel Santos, Jorge Perugorría, Manuel Porto, Adela Legrá); de alto grado de precisión en la articulación del tiempo narrativo; de finísima urdimbre visual (la fotografía de Rafael Solís paisajea la más preterida de las Habana posibles) y sonora (Varela, Milanés, Silvio, Ibáñez), me parece (hasta su aparición, en 2005) lo más depurado y regio emergido de la pantalla cubana desde Reina y Rey, de Julio García Espinosa.. Puede que con toda la modestia del planeta no concuerde con Solás en ciertas apelaciones dramáticas (la relación entre la enfermera joven de Luisa María Jiménez y el carpintero viejo y alcohólico de Mario Limonta, no obstante entienda su función de premisa narrativa para concluir o arribar a una de las intenciones del filme), ni en su extremo riesgo en el rejuego con los códigos del melodrama (lo de la mujer de Lahera muerta al parir, la promesa de Isabel Santos para ser capaz de procrear), e incluso mucho menos con momentáneas manipulaciones emocionales  de este viejo zorro del cine, de hecho ya típicas en sus opus, pero eso no me impide apreciar la rotundez de Barrio Cuba, su increíble fuerza.
Minimal, energética, polifónica, plurisémica, intensamente humana, si esta película fuera iraní o coreana nadie le escamotearía el calificativo de obra maestra. Siempre he pensado que semejantes evaluaciones las debe conferir la historia, no los críticos en una reseña; pero -no creo le sorprenderá a nadie que comprenda las formas de dialogar del cine-, Barrio Cuba puede algún día recibir la bendición mayor del tiempo a la séptima de las artes.

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