Ver otra vez la, a propósito del aniversario del ICAIC, reestrenada Barrio Cuba resulta una aplastante (y a la vez fecunda
y necesaria) experiencia vital. Es una película hecha desde el dolor para
comprenderse en el dolor, que te crispa, te revuelve el estómago, masacra tu
día y hasta puede crear un posible complejo de culpa a quien no haya escalado
su Gólgota individual, a quien no arrastre o arrostre su cuita compañera. Pero,
alquimias del cine, al suministrar un ineludible componente purificador
añadido, te limpia la mente y desbroza las sendas, te aparta -al menos de
momento-, de la sordidez aledaña y personal. Y asegura a su destinatario, a
diferencia de otros filmes nuestros en frecuencias tonales colindantes con lo
elegíaco o el réquiem, que siempre (o casi para ser exactos) hay una salida,
una claraboya de aire y luz en medio de la habitación más oscuramente
desoxigenada.
Lleva envuelto en sus imágenes este filme totalmente
intempestivo, inusitado dentro de la ficción cubana, dos infinitas pero
nutritivas horas de estudio del estado de la tristeza, la angustia y el pesar
que suele interponerse en la travesía a la realización -o la irrealización-
humana, cuyo planteamiento dramático, no sé por cual mecanismo inefable de
expresarse en verbo, no la convierte empero en la Biblia del sufrimiento,
sino en una conmovedora fabulación narrativa que habla, con los labios dentro
del alma humana, de los poderosos e inescrutables caminos de la redención en
nuestro género, raza o especie.
Nadie que haya hablado de Barrio Cuba, que sepa, la
pensó desde su dimensión religiosa. Y la creo y la veo como una pieza que
conlleva ínsitamente -en una exégesis revestida de un mínimo grado de
honestidad- cuando menos a atisbar en sus ángulos cristianos de apreciación del
destino de sus personajes. Las epopeyas, peripecias y circunstancias vitales de
varios de tales seres devienen líneas de existencia signadas por la prueba, el
sacrificio y la redención, trinidad sobre la cual se asienta el edificio
cristiano. Pero la película, como la vida y a semejanza de la religión, enfoca
este trayecto de la nada al todo, por el cuerpo y pensar de ciertos elegidos en
representación de aquellos otros que no son puestos a afrontar el reto, o bien
se resguardan de sortearlo a tiempo, según creen. Y al menos el filme no tiene
misericordia con estos últimos: o se hunden en los estertores de su fracasada
búsqueda de la felicidad, o no entienden las claves para acceder a ella. O, a las claras, parecen
destinados a nunca poder conseguirla.
El finado Solás, en esta película coral y
preconizadora del concepto de cine
pobre que sustentó en cuanto a su economía de recursos (segundo peldaño
de su anhelada trilogía sobre el pueblo cubano, luego de la inicial Miel para
Oshún, de 2001), no se sustrae tampoco de incorporar sujetos temáticos
convertidos en nudos gordianos de la realidad criolla a la manera de la
prostitución como sucia aunque eficaz salida a la dificultad económica, la
intolerancia y la homofobia acentuadas por la acendrada raigambre machista del
ciudadano medio de este país, o la separación familiar a consecuencia del
inveterado diferendo Cuba-USA motivado por la obtusidad política yanki. Como
todo gran director, Solás autocita su obra aquí (actores, temas, resoluciones
dramáticas), así como a sus dilectos De Sica, Visconti, Ray, en la cinta que vino,
más que a marcar la grandeza en estado de puro de un realizador que demostró lo
era hace décadas, a confirmar la franqueza creadora del más capaz de nuestros
autores vivos. Sinceridad a ultranza.
Su película, contentiva de todo un derroche de
grandes composiciones interpretativas (focalizan extraordinariamente bien sus
personajes Luisa María Jiménez, Rafael Lahera, Isabel Santos, Jorge Perugorría,
Manuel Porto, Adela Legrá); de alto grado de precisión en la articulación del
tiempo narrativo; de finísima urdimbre visual (la fotografía de Rafael Solís
paisajea la más preterida de las Habana posibles) y sonora (Varela, Milanés,
Silvio, Ibáñez), me parece (hasta su aparición, en 2005) lo más depurado y
regio emergido de la pantalla cubana desde Reina y Rey, de Julio García
Espinosa.. Puede que con toda la modestia del planeta no concuerde con Solás en
ciertas apelaciones dramáticas (la relación entre la enfermera joven de Luisa
María Jiménez y el carpintero viejo y alcohólico de Mario Limonta, no obstante
entienda su función de premisa narrativa para concluir o arribar a una de las
intenciones del filme), ni en su extremo riesgo en el rejuego con los códigos
del melodrama (lo de la mujer de Lahera muerta al parir, la promesa de Isabel
Santos para ser capaz de procrear), e incluso mucho menos con momentáneas
manipulaciones emocionales de este viejo
zorro del cine, de hecho ya típicas en sus opus, pero eso no me impide apreciar
la rotundez de Barrio Cuba, su increíble fuerza.
Minimal,
energética, polifónica, plurisémica, intensamente humana, si esta película
fuera iraní o coreana nadie le escamotearía el calificativo de obra maestra.
Siempre he pensado que semejantes evaluaciones las debe conferir la historia,
no los críticos en una reseña; pero -no creo le sorprenderá a nadie que
comprenda las formas de dialogar del cine-, Barrio Cuba puede algún día recibir
la bendición mayor del tiempo a la séptima de las artes.
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