Cineasta hábil ajustado, siempre, al cimbreo del estado mayor del cine
comercial norteamericano, Ron Howard es un director que ha sabido moverse, no
sin diligencia y oficio narrativo -si bien nunca signó hasta hoy una obra
redonda, capaz de catapultarse a la posteridad- en diferentes géneros, desde
las fechas primigenias de Cocoon, Willow y Llamaradas hasta las cercanas de
Frost contra Nixon, la cual es, a juicio común de la crítica sajona, su máximo
opus; no obstante preferir el signante su bastante cuestionada Cinderella Man.
Como Howard ajustó bien en la mesa y el set con el bamboleante guionista
británico Peter Morgan (de la, en materia de escritura fílmica, intachable La Reina, a ese cocimiento de
cundiamor llamado Las hermanas Bolena), su escritor de la mencionada Frost…,
repite con el mismo libretista en Rush (2013), correcta aunque sobrestimada
última cinta del realizador estadounidense, de estreno en las salas nacionales.
El mérito de ambos reside en concebir y poner en pantalla una clásica
historia fílmicas de carreras de autos de Fórmula 1 (la historia es larga,
arranca hace 48 años merced a John Frankenheimer con Grand Prix y llega hasta
el verano anterior, mediante el animado Turbo) con ciertos toques de
personalidad y un grado mayor de definición caracterológica de los personajes
que lo usual en relatos tales. Eso le impide convertirse en cuanto deriva casi
el cien por ciento de estas películas: en la yuxtaposición de carreras, hasta
el cierre final del gran vencedor llevándose el campeonato del mundo tras hacer
añicos el cartel de meta del último Open.
Aunque no poco de esto contienen los fotogramas del director de Una
mente maravillosa, su Rush atrapa menos por sus funcionales registros visuales
del correr de los bólidos (no obstante el eficaz montaje de Daniel P. Hanley y la fotografía, todo
acierto, de Anthony Dod Mantle) que por observar
y seguir en pantalla la relación entre los dos personajes centrales: los
verídicos James Hunt y Niki Lauda, aquellos célebres setenteros pilotos de Mc
Laren y Ferrari, quienes no solo sostuvieron una encarnizada rivalidad en las
pistas; sino además en sus respectivas vidas.
El actor australiano Chris Hemsworth -aquí Thor, menos martillo, luce más expresivo-, y el
hispano-germano Daniel Brühl asumen, de forma respectiva, las interpretaciones
de los personajes del extrovertidísimo corredor inglés y su introvertidísimo
colega austríaco. Ambos, dentro de sus personajes, contribuyen a la idea de
Morgan/Howard de representar la absoluta antinomia de personalidades de ambos
hombres, que no es otra cosa que poner en cuerda fictiva, para todos los
públicos, cuanto hizo antes Asif
Kapadia en el documental Senna (2010) el cual ilustraba otra famosa porfía en
las curvas de la F1:
la del brasilero así apellidado y el francés Alan Prost.
Cada uno
de los personajes tiene tiempo en escena, en Rush, para expresar tal
divergencia en imágenes; así como para remacharla en palabras. Al creador de
Apollo XIII le interesa sobremanera explorar las diferentes psiquis de Hunt y
Lauda; de manera que en, al menos par de escenas, redondea de manera
machaconamente verbal las referidas disimilitudes humanas.
La
conflictiva relación de los automovilistas halla su cenit en el campeonato
mundial de 1976, en una de cuyas competiciones -el peligroso y deteriorado circuito de Nürburgring, de colmo con el
terreno mojado- el
cauto Lauda queda desfigurado tras aparatoso accidente, al no ser consecuente
con su tan prudente como ascético sentido del pragmatismo por primera vez en su
vida. Hunt gana a la larga, un poco por dicho accidente y otro por su
extraordinaria pericia, el lauro mayor durante esa temporada trágica para
Lauda. Óbice, empero, el cual no le impidió seguir competiendo al austríaco.
Ver por televisión los triunfos de Hunt mientras él se encontraba hospitalizado
constituyó su único acicate para retornar al ruedo.
Todo esto
se dice, y se vuelve a decir, en Rush, donde aunque no parezca existir simpatía
subyacente hacia ninguno de los bólidos (a partes iguales, Howard les propala
virtudes y defectos) a la postre decanta favores hacia Lauda. Imágenes de
archivo reproducen a un Niki anciano, todavía al pie del cañón como resultado
de su “disciplina de vida”, mientras que en los consabidos rótulos de cierre,
tan caros a las biopics, se encargan de recordar que el díscolo James murió a
los 45. ¿El precio de su heterodoxia? No descartar la hipótesis punitiva en un
producto mainstream, para más fabricado por el director detrás de las cámaras
de El Código Da Vinci o Ángeles y demonios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario