En la vida privada de
Jacques Demy hubo tanta pasión y ternuras como las que habitaron esos filmes
suyos que representaron el alborozo romántico, el candor y la inocencia de una
época, entre los que por norma común se recuerda de forma automática su
definitoria Los paraguas de Cherburgo, Palma de Oro en el Festival de Cannes.
Película ésta multipremiada
en otros certámenes, suceso de público, portadora de una banda sonora ubicada
entre las más escuchadas por cinéfilos o melómanos a través de los años y una
historia de amor a la cual muchos espectadores recordarán por siempre, fue
estrenada por Demy en 1964, tres años después de su éxito de crítica Lola, el
primer largometraje de ficción de una carrera comenzada en 1955 en el campo
documental.
Cuando Demy presentía
inevitable su muerte -acaecida finalmente en 1990 luego de meses de martirio
físico- a causa del tumor cerebral que le afectaba, decidió rodar ese
filme-testimonio, esa biografía fílmica de los sentimientos que es Jacquot de
Nantes, que comenzara a realizar en las postrimerías de su vida junto a su
compañera sentimental por más de treinta años: la también importante directora
francesa Agnes Varda, creadora de las imperdibles La felicidad y Cleo de 5 a 7, quien la concluiría
definitivamente para 1991.
Es una pieza semipóstuma que
su esposa debió finalizar ante el deceso de Jacques, en la se narran los
principales episodios de la vida de éste, desde sus correrías en el Nantes
natal, la bondad materna, sus incursiones en el taller de mecánica del padre,
la reticencia de ambos progenitores ante sus deseos de adentrarse en el mundo
del arte, la invasión alemana, …, y
luego, el Jacques adolescente, joven que de a poco conocería a la Varda, su amada eterna, con
la que fraguara uno de los consorcios artístico-románticos más célebres de la
historia del cine.
Varda y Demy, por sí solos,
son figuras atendibles de la pantalla gala de todos los tiempos; si bien la
carrera de ella cobró más notoriedad en términos de trascendencia artística.
Jacques, quien nos ocupa ahora y al que la nueva versión del Festival de Cine
Francés le rinde homenaje especial, fue sin dudas el representante menos aupado
por críticos y especialistas de esa corriente renovadora de los ´60 en Francia denominada
Nueva Ola.
Lo anterior halla
fundamento, a mi modo de entenderlo, en tres razones básicas: la primera que
fue tal el éxito de la en sus comienzos filmada Los paraguas…, que al
espectador y la crítica -más a la segunda, valga decirlo- le supieron a poco
sus nuevas y progresivas incursiones en el séptimo arte. La segunda, que el
creador de Las señoritas de Rochefort (1967) tuvo la mala fortuna de coincidir
en tiempo y espacio con “monstruos” como Jean-Luc Godard, Alain Resnais o
incluso el mismo Claude Chabrol, cimentadores de un cuerpo fílmico de mayor
solidez y respaldados en el mundo entero por películas que constituyeron
manifiestos epocales. La tercera, dimanada de la previa: a diferencia de todos
los autores mencionados y otros, a Demy los años 60 no lo tomaron haciendo
películas que pueden definirse como “transgresoras” en la reformulación de los
códigos narrativos (si nos olvidamos de sus aportes al género musical desde una
expresión europea), tampoco optó por encarrilar sus relatos hacia el entonces
muy justipreciado tema político, no le llamó la atención poner en sintonía a su
cine con nuevas tendencias emergentes a la sazón no sólo en su patria, sino en
todo el continente europeo y América toda.
No se trató de nihilismo, ni
que fuera un extraterrestre o tampoco un cineasta menor, ni menos un simple
artesano. Es que las proyecciones de Demy entraban por otro carril de
intereses; existen directores a lo largo de la historia de la pantalla a
quienes no les resulta tan factible trasladar al arte las pulsiones del momento
como sí le es dable hacerlo con los puntos íntimos de su mapa sentimental, los
rasgos de un mundo personal llevado en andas de la fantasía, lo mágico, la
inocencia. Quizá ataduras a una infancia de la que nunca pudieron desprenderse
del todo.
El director de Piel de asno
(1970), según el cuento homónimo de Charles Perrault, fue capaz de configurar
un territorio fílmico propio, pletórico de seducción, luz, alegría, color,
música y -sobre todo- un poderoso estilo visual que un crítico de referencia
como Andrew Sarris elogiara en más de una ocasión.
No obstante, y pese a
reconocerle méritos tales, no soy el único que en diversos textos ha criticado
la propensión meliflua de algún Demy; y certificado que, pese a ser contratado
por Hollywood, disponer de presupuesto, granjearse algún notable éxito
taquillero ocasional o incorporar a sus repartos a grandes estrellas como
Catherine Deneuve o Marcello Mastroianni, tuvo etapas creativas marcadamente
grises a finales de los ´70 y la década posterior, con nuevos pero desacertados
cuentos de hadas, musicales, coproducciones (hizo la aventura histórica Lady
Oscar con los japoneses en 1978), por lo general de escasa valía.
Comparto,no es. tener artistas de envergadura,sino la capacidad del guion,contenido,ambientacion.
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