No es Bin Laden,
sino una niña de doce años la nombrada Osama y protagonista de la cinta
homónima afgana. A la pequeña no le queda otro remedio que aparentar ser varón,
porque el régimen talibán le prohíbe todo a la mujer - entre ese todo figura
trabajar también-, y ella debe impedir que su paupérrima familia muera de
inanición, realizando alguna labor que le proporcione un mínimo jornal. Aunque solo
le de para traerle una sandía al
anochecer a la madre y la abuela.
Hay películas que
nos hace dudar si somos humanos o una especie de virus letal en fase de
mutación (como definiera alguna vez Noam Chomsky ciertas conductas de la
especie). Osama, pura bilis derramada
para manchar la alfombra de lo inverosímil, quebranta nuestra certeza teológica
del triunfo del bien. Todo cuanto sucede en el itinerario vital de esta niña es
tan aberrante, sórdido y deshumanizante que hace sangrar los tobillos y muñecas
de la esperanza, para inri de la especie.
Es preferible ser
camello que mujer en el Afganistán donde pusieron en una pica la cabeza de
Najibullah, y luego controlara -o aparentara hacerlo- Estados Unidos, cuya
batuta nada hizo por subvertir el status
quo de indefensión en que se encuentra el sexo femenino en esa nación
asiática. (Que lo suyo y lo de la
OTAN tuerce a otro giro, claro). Eso la película, primera hecha allí luego de
la “retirada” de los talibanes, tampoco lo dice, lo cual compartiría con la
actual perspectiva su vitriólico mensaje ideológico. Lo cierto es que, con talibanes o americanos,
las Osamas posibles de la tierra del opio siguieron siendo el estropajo con que
son lavados los trastes bajo la pila.
El filme, Cámara de
Oro en Cannes y Espiga de Oro en Valladolid, constituye la opera prima de
Siddiq Bermak, si bien no lo asemeja, en tanto el debutante, también autor del
guión, ha impregnado una carga de tensión de ritmo sostenido a su opus a la manera de un consagrado, y
consigue proyectar una fortísima mirada de complicidad sobre el personaje de
esa niña con cara de ángel cuyo via
crucis veremos plano a plano.
Si una rareza
cinematográfica planetaria es Osama,
no menos lo es La leyenda del camello que
llora, filme mongol de la joven directora Byambasuren Davaa, escrito por
ella y el documentalista (aquí además fotógrafo) italiano Ligui Falorni. La
obra de la realizadora asiática podría definirse como un nuevo paradigma de la
plasmación de la sencillez narrativa en pantalla. La historia va de un rito
ancestral practicado entre los nómadas del desierto de Gobi: cuando una camella
deja de amamantar a su cría por alguna razón ellos acuden a un violinista para
que con su música enternezca el corazón de la madre y acepte a su retoño.
Pero esto en
realidad representa el pretexto dramático para armar un “documental narrativo”
inspirado en el trabajo de Robert Flaherty en los años 20 (Nanuk el esquimal, El hombre
de Aran, Una historia de Louisiana),
cuyo punto de enfoque central se planta en captar pulso y respiración de una
familia real que hace su rutina frente a la cámara; su forma no por primitiva
menos eficaz de comunicarse; la calma y rectitud con que asumen el mundo y cada
nueva experiencia que les plantea; su respeto a la Naturaleza; su asombro
cotidiano ante la grandeza de la vida, como esencia de un estado que, según el
propio Falorni, los aproxima a la niñez. De tal que sus imágenes pretendan
transmitir, ex profeso, esa arcadiana
concepción de la existencia.
Viejos compañeros de
la Escuela de
Cine de Munich, Davaa y Falorni filmaron en locaciones naturales y con nómadas
auténticos por espacio de un mes La
leyenda del camello que llora, filme que habla además de conceptos como la
veneración ancestral y los valores espirituales a través de una visión
antropológica que se vigoriza al rezumar humanidad, al tiempo que aporta al
imaginario fílmico mundial visiones primordiales de un mundo hoy día casi
ignorado.
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