Hay un venerable señor en el
Japón -activo en el arte del dibujo
animado desde los ´60 durante la época del estudio Toei, si bien hasta escasos
lustros solo pasto de cenáculos-, quien en los tiempos del ordenador, Aardman
con su stop motion, Dreamworks y esa Pixar
repleta de lumbreras de la era digital, continúa animando a lápiz sus storyboards e historias completas
confeccionadas a pura imagen pintada a mano. A los cinco dedos suma un corazón
tan noble, e ígneo a la vez, como los colores identificadores del pendón
nacional. Hombre sui géneris, de proclividad anacorética, pesimista a veces y
muy optimista otras; distante de la manía fotorrealista del género lo mismo que
del uso de unas nuevas tecnologías hacia las cuales no oculta su desdén;
marxista, izquierdista; estudiante de ciencias económicas; sindicalista; amante
de la aviación, los autos antiguos, la naturaleza y sobre todo, de la infancia,
se nombra Hayao Miyazaki (Tokio, 1941).
Él estaba ahí antes que todo
lo arriba mencionado. Más allá de la obvia diferencia en los distintos estilos
de concebir la animación, la matriz diegética de algún Pixar adeuda gratitud
consigo. Es conocido que en la factoría de John Lasseter siempre revisan las
cintas del maestro cuando afrontan cualquier duda creativa. Segmentos de Up y Wall.E
beben de El castillo ambulante (2004)
y Nausicäa del valle del viento
(1984). La ternura de Toy Story, entre
las cumbres del sello norteamericano, halla lazos de consanguinidad aunque no
logrará superar la de Mi vecino Totoro
(1998) y Ponyo en el acantilado
(2008), dos de las gemas orladas por el japonés merced a su estudio Ghibli; a
tres galaxias ambas de la melaza sensiblera Disney, valga remarcarlo. Pero hay
más, sobrepasando incluso el género: antes que Steven Spielberg compusiera
antológicas escenas de acción de Indiana
Jones y el templo de la perdición e Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, el artífice
oriental había estrenado su opera prima
en el largo, Lupin III: El castillo de
Cagliostro (1979), en cuyos ecos dichas secuencias se inspiraran. Previo a
Kyoto, el Protocolo, los megadocumentales ecológicos corte Nómadas del viento u Océanos
y las Cumbres del Clima que nada hacen por mitigar los efectos del
calentamiento global, estaba La princesa
Mononoke (1997). Con anterioridad al fortalecimiento a escala internacional
de las luchas por el respeto al Otro, en toda su diversidad de magnitudes, ya
aparecían textos fílmicos animados del maestro nipón que constituían una
verdadera disertación proactiva sobre el descubrimiento de la pluralidad a
partir de la premisa inclusiva de cualquier diferencia, la igualdad entre los
hombres y una suerte de veneración al género femenino.
Es que el creador de El viaje de Chihiro (2001) no solo representa
el reconocido artista del anime, sino
un ser humano generoso en percepciones intuitivas que lo transmutan en una
suerte de visionario capaz de configurar posibles escenarios -presentes,
mediatos o futuros- donde, en cualquier caso y más allá de la posible negrura
reflejada, el punto de gravitación ideico está centrado en lo esencial del
afecto, la cordialidad y el amor entre los hombres (o seres/entidades/cosas/órdenes
animales todos de este mundo) en tanto mecanismo pivote para recomenzar un
camino, reiniciar la andadura trastocada hacia las brecha de la sensatez.
La pantalla del director,
dibujante, ilustrador y productor asiático se comprende desde el amor. El amor entendido
desde una dimensión total. El narratario logra empatizar con su discurso en
virtud de sustentar ese motor divino impulsor de la especie. De consuno con su
capacidad de creer en la necesidad suprema de la imaginación, el descubrimiento
de los pequeños grandes detalles maravillosos del universo y la fantasía cual
tablas de salvación dentro de un status
quo devorado por los epítomes del mercantilismo, la zafiedad y esa plúmbea
oquedad ética desmigajada de la aceptación, voluntaria o condicionada, a la
abúlica descreencia del ahora.
Sin señal alguna de
exageración el crítico Alejandro G. Calvo reflexiona en su artículo Miyazaki, el mago fantasiático (El Cultural, suplemento
del periódico El Mundo, Madrid,
Abril de 2009) que el
autor “lleva veinte
años reinventando el mundo en que vivimos. Es uno de los últimos fabuladores de
nuestro tiempo, alguien capaz de borrar los límites que él mismo se había
autoimpuesto para así trazar nuevas fronteras -estilísticas, narrativas,
argumentales- en un imaginario que, a día de hoy, parece no tener fin. Imaginación
es el concepto más recurrente para describir su cine: Miyazaki posee una
capacidad para la fantasía deslumbrante. Parte de un mundo ajeno, bello y
extraño a la vez, del que poder sacar rimas para el, mucho más sucio, mundo
real en el que vivimos. En sus propias palabras: “Tenemos que estar abiertos a
los poderes de la imaginación, siempre aportará algo útil a la realidad”. La
fantasía vive tiempos difíciles en un mundo en el que las historias para niños
y mayores son, cada vez más, simples reformulaciones de los clásicos más
tópicos. El propio realizador-mago asegura que “en Japón la palabra fantasía se
aplica principalmente a los shows de televisión y los videojuegos, como una
realidad virtual”. Miyazaki nos dice a través de sus películas que hay que
regresar a Lewis Carroll, a H. G. Wells, a Hans Christian Andersen, pero no
para volver a contar las mismas historias disfrazándolas con cuerpos bárrocos,
sino atender a su sencillez primigenia para elaborar nuevas historias capaces
de hacernos emocionar desde los principios básicos que rigen los sentimientos.
La implacabalidad de su cine viene condicionada por una columna visual plagada
de todo tipo de seres (formas) apabullantes. La riqueza polimórfica de cada
nueva película que nos entrega parte de la base de estar poblada por personajes
tan fascinantes como entrañables surgidos de la tradición mitológica nipona así
como del sintoísmo, la ancestral religión japonesa centrada en la adoración a
los kami o espíritus de la naturaleza. De ahí surge el personaje base, Totoro,
el gigantesco, simpático y silencioso dios del bosque de Mi vecino Totoro), filme que lanzó a Miyazaki
a la fama internacional. Es precisamente con esta película cuando el cineasta
empezó a batir récords de taquilla en su país, incluso por encima de los caros
tanques de animación norteamericanos (…)”
Del espíritu de la obra
miyazakiana (opus general cuyas señales quedan ancladas al sedimento de su
cosmovisión primordialmente humanista) se desprende que los sentimientos
humanos, la vocación de superación y el anhelo de fabular o soñar siempre constituirán
bazas con mayores posibilidades de redención postrera para la raza que
destrozar el entorno u obliterarnos entre unos y otros. Constante en su
ejecutoria, Hayao advierte sobre las consecuencias del belicismo, ya incluso en
los períodos germinales de Ghibli -leáse la poligenérica Nausicaä del valle del viento: parábola en torno a la carretera
armamentista desatada durante el mandato reaganiano-; así como del conflicto entre homo sapiens/medio ambiente. Lo hace
a través de ese su fabuloso universo personal expresado mediante películas
mágicas, pletóricas de poesía visual, envidiable rigor técnico, exquisito sentido
de la planimetría y soluciones
narrativas basadas en una exuberante imaginación que suele extraerle lascas de
reflexión al juego permanente con lo fantástico. Filmes en los cuales -excepción
hecha Porco Rosso (1992)-las niñas o
adolescentes son sus protagonistas. Representantes del género femenino
concebidas más que como heroínas en busca de villanos cual personas dueñas de
una voluntad de integración, un sentido del deber y valor tan comparables a la
pasión que desbordan ante cada acto a emprender. Viendo ciertas secuencias de
los actos emprendidos por las chicas de Miyazaki hasta el más taciturno
recobraría arrestos e ímpetus, pues está asistiendo a la representación en
imágenes animadas de la alegría de vivir,
aquella que el lector de cualquier parte comenzara a descubrir en vernianos
viajes al centro de la tierra, semanas en globos o vueltas al mundo en ochenta
jornadas.
Algo de Verne porta en sus
genes Miyazaki, con su poco de Salgari, Perrault y los Grimm. Como en las
historias de los últimos, en las de Hayao también merodea la muerte, no en
tanto concepto abstracto o requerimiento conflictual, sino cual proceso
natural, parte del ciclo vital, y por ende inconfiscable a las certezas de los
niños: esos los principales destinatarios de un trabajo que, sin embargo, por
mucho sobrepasa su confinación a determinada franja etárea. El japonés va a por
todos, aunque quien escribe (a diferencia de no pocos especialistas, quienes
prefieren al Miyazaki de El viaje de
Chihiro, con su Oso de Oro en Berlín y su Oscar: estatuilla que por cierto
no fue a recoger en repudio a la agresión yanki a Iraq), se decanta
irremisiblemente por favorecer en sus privilegios estéticos las dos piezas proclamadas
como más “infantiles” dentro de su filmografía: Mi vecino Totoro -su imagen es el logotipo de Ghibli- y Ponyo en el acantilado.
Son estos los exponentes que
mejor ilustran esa proverbial “mirada al mundo con ojos de niño” del creador.
Por cierto, interrogado acerca de cómo podía seguir haciéndolo, a sus años,
contestó que cuando criaba a sus hijos estaba tan ocupado con su trabajo que no
vio cada detalle de su niñez. Todavía al día de hoy se siente mal por no haber
sido un mejor padre, dijo. Añadió que ahora en Ghibli tienen una escuela
preescolar para los hijos de los empleados. Poder observar a esos niños es una
enorme fuente de inspiración para él. Sobre todo porque se da cuenta -reveló-,
que para ellos cada segundo que pasa tiene algo de interesante. Todo el tiempo
están aprendiendo cosas nuevas y nunca se quedan quietos.
Justo
Ponyo…, ha dicho, devino la petición
de perdón hecha a su hijo Goro (creador de Cuentos
de Terramar, también para Ghibli) por no prestarle toda la atención debida
en su infancia. Este relato de la princesa-pececita-niña rescatada por el
pequeño Sosuke y deseosa de convertirse en humana -cruce de cosmogonías mitológico/literarias
de raigalidades orientales o europeas- marcha grávido de sensibilidad,
bendecido de numen, desde el prólogo hasta el cierre. En sus 177 000 dibujos se
encierran escenas o diálogos inmarcesibles para la memoria cinéfila, a la
manera de aquella en la cual Ponyo viaja sobre el lomo de una medusa, o aquel
cuando clama “Ponyo quiere a Sosuke”. A propósito del filme, la crítica Fernanda Alarcón, apreció con acertado
enfoque en la publicación argentina Cine
para Leer (Julio de 2009) que “Miyazaki trabaja una vez más sobre la
conexión fantasía-naturaleza (tomando esta segunda palabra en tanto medio
ambiente y carácter esencial "de") y logra reunir estas relaciones en
su heroína, una criatura tan insólita como simpática, que es energía pura. Las
posibilidades de lo extraordinario, el suspenso ante lo desconocido y la
aceptación de las diferencias se encarnan en la mutación de la pececita-sirena-nena.
El director se toma el trabajo de construir y presentar su personalidad a
partir de pequeños detalles, algunos simples como la reacción a la luz, el
cansancio y el hambre, y otros más complejos como el entusiasmo, el orgullo, la
compasión y el amor. (…). La amabilidad del vínculo entre estos personajes (Ponyo
y Sosuke) es lo que organiza las digresiones dentro de un mundo convulsionado
por la preocupación de los dioses-padres del océano y una comunidad que sufre
las consecuencias con una gigantesca tormenta marina. El crecimiento y la
aventura se reúnen en un solo gesto, mientras la relación de los niños se
fortalece jugando con las olas que avanzan sobre autopistas y puentes detrás.
Los intersticios fascinantes que se descubren a través de los comportamientos,
de las actitudes y pequeños gestos de todas las criaturas de la cinta expresan
sin necesidad de caer en didactismos o moralejas. Las lecturas o
interpretaciones de sus miradas y encuentros insólitos (como el de la familia
con el bebé o las charlas de las ancianas del geriátrico) se decantan por la
pura fuerza dramática de la imagen, la fluidez del trazo, la caracterización de
sus seres y la disposición del espacio, o sea del lenguaje del cine.En el
momento en que todas las historias fueron contadas y los grandes estudios salen
a la búsqueda de súper efectos especiales o mezclan al cine con el video juego
para captar la atención del público, Miyazaki reafirma una vez más el esfuerzo
artesanal. El tema y el procedimiento se nivelan, la devoción por crear
historias asombrosas se combina con una composición minuciosa de la imagen y la
música (la canción final es inolvidable y muy pegadiza), y todo confluye en un
mundo pleno de buenas intenciones. Al igual que las olas majestuosas de los
grabados más famosos de Hokusai, la obra de Miyazaki refleja la sabiduría y la
imaginación inagotable del arte de Asia Oriental. Su universo acuarelable no
sólo redimensiona la fantasía y el poder del trabajo manual, sino que hace
tambalear con su sencillez toda la ostentación canchera que despliega buena
parte del cine contemporáneo”.
A Ponyo… y Mi vecino Totoro las encadenan candor e imaginería. También su
componente de hilaridad. En derredor a la unidad entre este y el movimiento del
anime (su técnica reduce al mínimo
los cuadros de animación por segundo) se refirió tiempo atrás en La Habana el historiador de la
animación japonesa Dr. Nobuyuki Tsugata, profesor de la Facultad de Animación de
las universidades de Kyoto y de Gakusyuin. Aseveraba a la sazón: “Este filme se
remonta al Japón de 1950 en donde dos hermanas y su padre que vivían en la
ciudad se mudan al campo. Las dos hermanas (Satsuki, la mayor; Mei, la menor)
disfrutan a plenitud la vida rural y el ambiente campestre. En la escena que
quisiera centrar mi atención, una noche, las niñas aguardan en la parada del
ómnibus el regreso del padre. Es entonces cuando conocen a Totoro, un monstruo
gigante, guardián del bosque. Las dos se sorprenden mucho, pero al mismo tiempo
disfrutan sobremanera del feliz encuentro con Totoro y su gato-autobús. En esta
escena, el hecho de la inmovilidad de los cuadros es algo que contrariamente
invita a la risa, se convierte en una situación divertida. Desde este punto de
vista, el animado japonés no indica que la reducción de movimiento en las
escenas sea una “chapucería”, sino más bien una herramienta para enfatizar el
verdadero mensaje que se persigue. Aunque originalmente se considere que lo más
importante del animado es la riqueza del movimiento de los dibujos, ¿por qué en
Japón se prefirió lo contrario? La respuesta está en uno de los secretos de la
cultura tradicional japonesa: la influencia del concepto del “MA”. Este
concepto japonés no tiene una equivalencia lingüística exacta en inglés, quizá
tampoco en español u otro idioma. El MA de forma general se refiere a
definiciones tales como intersticio, silencio, espacio, vacío.
En inglés podríamos referirnos a space, interval, buffer, pause,
blank, etc., pero en realidad no existe un vocablo único capaz de
expresar toda la esencia del MA. Es un concepto peculiar de nuestra cultura.
Este concepto estético y filosófico a la vez aparece representado a lo largo de
nuestra cultura tradicional en la arquitectura, en jardines tradicionales, en
la pintura, etc. Aun cuando en ocasiones el movimiento del dibujo sea casi
nulo, esto no significa que la escena se detiene. Al contrario, en el caso de Mi
vecino Totoro es un recurso de los realizadores para expresar la comicidad
de la situación y transmitir al espectador las emociones que se persiguen con
la escena”.
De
igual modo a Mi vecino… y Ponyo… también derrocha imaginería La princesa Mononoke, la tercera del autor
japonés entre las dilectas del firmante quien, salvo la lúcida pero harto
irregular -y bien por debajo del manga
del propio Hayao en el cual se inspira- Nausicaä…,
o Nicki, aprendiz de bruja (1989) y Porco Rosso (una quizá la cinta más laxa
del creador y la otra la más sobrevalorada y aburrida pieza del cineasta) se
baja el sombrero ante la filmografía miyazakiana casi total. Destaca por
disímiles virtudes La princesa…; no deviene
la música orla menor. La partitura de Joe Hisaishi, habitual colaborador del
director, es brillante. La relación entre ambos queda realzada en El viaje de Chihiro, la cual constituye
junto a la anterior el binomio de opus miyazakianos de mayor repercusión en el
contexto asiático, al punto de erigirse en auténticos hitos del panteón
audiovisual regional. En virtud del éxito internacional de La princesa…, Disney, por intermedio de su filial Buena Vista
Internacional, estableció una asociación con Ghibli, la cual en determinado
momento llegó a molestar a los del país del Sol Naciente debido a las
consabidas presiones hollywoodinas, si bien permitió mayor conocimiento de la
obra de Miyazaki y su amigo y colega Isao Takahata en Occidente. El momento
epifánico en dicho universo quedó refrendado mediante la entrega del por Hayao
ignorado Oscar de El viaje de Chihiro,
con el plus de antes haber deslumbrado a críticos, jurados y públicos en la Berlinale.
“El viaje … es una de las cumbres de Hayao
Miyazaki y el Estudio Ghibli. La riqueza de sus imágenes va pareja a la calidad
de las mismas. El argumento envuelve progresivamente a la niña protagonista en
un mundo absolutamente zúrrela. Sapos y babosas se alternan con humanos en el
servicio a dioses y fantasmas, motas de hollín cargan el carbón para las
calderas, la bruja tiene un bebe gigante (que chantajea a todos por no llorar)
y tres cabezas trillizas sin cuerpo que saltan de uno a otro lado, los dioses
que vienen al balneario presentan las formas más diversas…. Pero,
simultáneamente, Miyazaki da un vigor y una textura a los personajes y decorados
que otorgan la grandeza a la película. Del diseño de decorados y paisajes al de
personajes. La progresiva iluminación rojiza del balneario al anochecer o los
verdes campos transformados en un lago surcado de noche por un tren fantasma,
los deslumbrantes desfiles de dioses y siervos o la evolución del dios
pestilente (formado de mierda y barro y finalmente revelado un magnificente
dios del río) son auténticas cumbres no sólo del Anime o del cine de animación
sino del cine en general. La valentía de Chihiro, embarcada en la salvación de
sus padres y en la de Haku, el niño-dragón, se materializa en el misterioso
viaje en el tren, acompañada del Sin rostro, al que ella también defiende pese
a su actitud agresiva. Es el mensaje positivo que Miyazaki transmite también en
cintas como Nausicaä…, El castillo
ambulante o Ponyo…,
obras de heroínas íntegras y perseverantes que ayudan a sus amigos en las
circunstancias más adversas, defendiendo la ecología y la cohabitación entre
seres de diversas especies.” escribiría el especialista Antoni Peris i Grao en Miradas de Cine No. 98, Mayo de 2010.
En
estos tiempos de xenofobia, exclusión, guerras imperialistas sería bueno proyectar
ciclos completos de Hayao en los cines del planeta. Merced a continente y
contenido: en sí consustancial fragua crisólica. Entre tantas Barbies, u otros
animados repetidos hasta la saciedad en la televisión nacional, igual no
vendría mal insertar con mayor frecuencia largometrajes suyos en la parrilla de
la división infantil, pues algunos trabajos seriados en las cuales intervino
como director o ilustrador o productor sí han sido repuestos.
Miyazaki
no envejece, como ninguno de los verdaderos maestros, palabra grande que en la
actualidad casi pareciera perder su connotación, habida cuenta de la facilidad
con que se endilga a cualquiera sin un real fundamento. Ahí seguirán sus trazos
henchidos de genio, dando luz para fieles o apóstatas de la esperanza. Solo a
la espera de ser vistos.
Quien
trabe contacto con su pantalla, la amará para siempre.
(Publicado
originalmente en la revista Cine Cubano, antes de la aparición de Se levanta el viento, el último filme de
Miyazaki hasta 2014)
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