sábado, 21 de junio de 2014

Max en la isla de los monstruos


En material publicado por este autor en la revista Cine Cubano a propósito del tratamiento en la pantalla reciente del tema infancia-dolor-aliviadero en las lindes de la fantasía, graficaba, entre otros ejemplos, con el del niño-personaje central de Donde viven los monstruos (Where The Wild Things Are, Spike Jonze, 2009). Filme adaptado por el legendario realizador de esos dos hitos del cine independiente norteamericano titulados Cómo ser John Malkovich y El ladrón de orquídeas -1999, 2002, respectivamente- del tan célebre como breve texto homónimo escrito e ilustrado por Maurice Sendak para 1963. Menos de 240 palabras convertidas en material de cabecera para miles de lectores estadounidenses, o de otros países, pertenecientes a varias generaciones.

Max, así se llama el pequeño, sufre al navegar en medio de las coordenadas emitidas desde la lejanísima cercanía de un universo adulto. Esquivado por las prioridades de los “grandes”, al final la combinación de tal estadio vital de ambigüedad con soledad e ira genera en este chiquillo de nueve años esa impotencia reventada ante la imposibilidad de interactuar en una frontera sin dialectos compartidos. Esa, su isla de monstruos amigos tan urgidos de autoestima como él (territorio donde aventura quedará irremisiblemente coligada a conocimiento del mundo y de la naturaleza emotiva) supone la metaforización del ancestral destino de un infante de este tipo, si dueño fuere de sensibilidad e imaginación.
Expresión tangible de una familia disfuncional, Jonze debió inventarse varios cayos similares de fantasía a través de sus primeros años. No en balde, por buen tiempo quiso versionar el cuento de Sendak. Y, tras muchísimos escollos en el camino (el principal, los disgustos con la Warner, cuyos ejecutivos no entendieron nunca la película), lo consiguió, a fortuna del más personal cine norteamericano de la década.
Sin la yunta en el guión del inefable Charlie Kauffman de sus dos cintas más significativas, acudió a las manos del también afamado Dave Eggers para el trasunto fílmico del pie literario. Logran transfigurarlo en una pequeña gran película sobre las contradicciones inherentes a nuestra especie. Pues, Max, rey en su isla imaginaria de monstruos peludos (creados por la factoría de Jim Henson con todo el sello de la casa), comprueba que hasta en los predios de lo onírico pueden sentarse las bases para el establecimiento de ese choque de ideas que operan cual rueda motora de las relaciones y la sociedad humana en su conjunto. O, cuando extravían la carretera de la sensatez, cual agentes inductores de la conversión a plazos en la mismísima bestia.
Más en la cuerda de Coraline, El fantástico señor Zorro u otros filmes “infantiles” cercanos, no resulta con justeza el de los niños su narratario por excelencia, sino todos los que, como el realizador ahora, somos transeúntes de los ´40 (igual de los ´30, los ´50…) quienes, tal cual lo sabe ya el Spike maduro en que se convirtió un día su Max-suerte de larva psicológica infantil, siempre -no importan edades- habrá miedos e islas para inventarnos. Pobladas, cómo no, por los mismos monstruos que sembramos allí, con el vello y los rasgos que querramos ponerles a dichos exorcismos de emociones nunca metabolizadas durante el siempre complejo arte de vivir.

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