Aunque nunca a la altura de esa obra maestra del cine contemporáneo que es
su Deseando amar (2000), Wong Kar Wai
(Shangai, 1948), uno de los autores asiáticos de mayor prestigio internacional,
firmó otras producciones de relieve durante el último cuarto de siglo, a la
manera de Days of Being Wild, Expreso Chungking, Ángeles caídos o Felices
juntos. E, igual, títulos de calidad media, como 2046; y también algún que otro filme prescindible, del corte de El sabor de la noche (2007).
El gran maestro (2013), de
estreno en Cuba cual parte del ciclo nacional de cine de artes marciales en
cartel, es una biopic o película
biográfica alrededor de la figura de Ip Man, legendario luchador marcial de la China continental quien
fundara una escuela en el Hong-Kong infanto-adolescente de WKW y enseñara al
mundialmente conocido Bruce Lee. La vida de Ip ya fue objeto argumental de
cintas dirigidas por Wilson Yip, sometidas a la hagiografía, dóciles a lo
rutinario.
Sabedor de lo anterior, y dueño de un estilo que no encajaría con este
tipo de material en su variante clásica, el realizador evade la filmación de
una historia convencional del género e imprime su sello poético e hipnotismo
visual característicos a todo el segmento coreográfico de las escenas de acción
de El gran maestro.
El largometraje arranca en la noche, con lluvia, gotas ingrávidas
ralentizadas en primeros planos, sombreros, sombrillas, pugnas. Por momentos,
pareciera una película de Johnnie To; pero no, quien monta el baile es Yuen Woo
Ping (el coreógrafo de Matrix, Tigre y dragón o Kill Bill) y quien combate es Tony Leung, el actor dilecto de WKW.
Director que, acaso no contento con su experiencia previa en Cenizas del tiempo (wu-xia estrenado
veinte años atrás con versión redux
en 2008), marca territorio y rubrica el que considera su verdadero aporte a la
zona de “qualité” del subgénero de kung-fu, tras Ang Lee y Zhang Yimou.
A tan estilizada cuan lírica nueva cinta nada puede objetársele en el
departamento visual. Wong siempre ha sido exquisito en terreno tal. Los
cuidadísimos fotogramas de Philippe Le Sourd arroban; deleita la cadencia
operística; la bestialmente cautivante, sensualmente soberbia secuencia de
combate en la estación de trenes de Manchuria u otras alcanzan perfección
kinética de veras ensoñadora. El cineasta habla mediante estas imágenes de la
belleza intrínseca, del sentido espiritual, de la carnadura ontológica y hasta
del erotismo telúrico del arte marcial, a través de encantamiento -suyo y
nuestro- legítimo. Mas, algo se resiente, el todo no funciona ¿Qué será?
El problema estriba en que El gran
maestro cruje en tanto relato biográfico, discurso épico y narración
histórica (a la postre el objetivo, sea cual fuere el estilo empleado), pues su
sistema narrativo de puzzles no encaja a la hora de calibrar al Ip en su
multidimensionalidad, las elipsis y la estructura fragmentaria no obran a favor
del decurso de la acción y la forma en que resulta introducido el elemento
factual o informativo yerra por su convencionalismo de manual. Deviene incómodo
-no se me ocurre otro término-, por ejemplo, que después de par de escenas
revestidas de hálito poético y majestuosidad -hasta del magnético misterio
remitente a Deseando amar-, WKW, indeciso, casi torpe en el sentido de
continuidad, introduzca datos escritos de su biografiado experto del estilo Wing
Chun o de la historia patria, cual si fuere el más corriente documental.
Ni Tigre y dragón (Ang Lee,
2000) ni La casa de las dagas voladoras
(Zhang Yimou, 2004) -las dos piezas cumbres cuando se habla sobre la
dignificación artística del cine de artes marciales- incurrieron en errores
tales. Aquellas, e incluso Héroe o La maldición de la flor dorada
(2000/2006, primer/tercer capítulo de la trilogía perteneciente al segundo
realizador), eran películas que no descuidaron contenido a medro de continente.
Su construcción coreográfica estaba subordinada a la epopeya de la historia: de
forma unificada, compacta, armónica, orgánica. Al contrario de cuanto ocurre
aquí.
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