Muy a tono con
los perfiles urbanos dilectos de un segmento determinante del cine mexicano de
la hipermodernidad, Matando cabos sitúase en los contextos asfálticos de varias
predecesoras famosas o no, pero desde la perspectiva tonal de la comedia negra,
a lo Nicotina, de la cual, si no
émula, al menos se ubica como pariente cercana, tanto en intenciones como en
resultados. Una de las características primas de la comedia negra consiste en
hallar humor en situaciones que en apariencias suscitan todo lo contrario; de
ahí que la búsqueda -y el encuentro- de la comicidad en Matando cabos se sustente en un conjunto de escenas donde predomina
lo macabro, hallándose la hilaridad justamente en su sentido del exceso. A
resultas de que la película pueda parecer ida de rosca, aunque justamente es
tal la cuerda dramática donde quiere moverse el filme a voluntad.
En tal sentido me parece válida cierta opción,
sobre todo si es tan bien defendida como en este filme al trote, cuya feracidad
imaginativa parece desbordarse en cada plano aunque para ello tenga que apelar
a ciertas trampillas de guión, algunas reminiscencias vodevilescas demodé y no
pocas digresiones argumentales (la intrahistoria del personaje del Mascarita
drogado en el auto).
Todo lo cual se convierte en fardos para el flujo
narrativo, que desprovisto de semejante hojarasca obstaculizadora, hubiera
corrido aun mejor sobre los rieles. Aun así, la película de Alejandro Lozano se
degluye de cuatro placenteras saboreadas, quizá también porque a varios
personajes secundarios le han dado en lo justo la pincelada que los hace
entrañables para así meterse la película en el bolsillo. Son los casos del
Mascarita, defendido por un no precisamente estelar Joaquín Cosío, pero muy
solvente al transmitir el aura mítico-lúdica del personaje; e, indudablemente,
su guardaespaldas mudo, asumido por Kristoff (coguionista junto a Lozano y Tony
Dalton, quien interpreta además a uno de los personajes centrales). Este mudo
casi enano que se despacha a un ejército a puntapiés y despierta la fiera
dormida de cualquier señora bien es una delicia. Y por sí solo pudiera dar otra
película.
Los guionistas de Matando cabos aportan calidez y talento para una cinta en la que no
pocos advertirán filias tarantínicas, e incluso el cinéfilo establecerá
conexiones con la obra de Guy Ritchie o cierto guiño a la cronología marcha
atrás de Memento, de Christopher
Nolan, en lo internacional. Y en lo nacional con el González Iñárritu de Amores Perros (en lo tocante a la preeminencia
conferida a las sincronías del destino en la conformación de la díada
causa-efecto del argumento) o al Fernando Sariñana de Ciudades oscuras, esto más en la concepción del montaje alucinante
de trasfondo citadino.
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