“La
combinación del concepto y del reparto es un sueño hecho realidad”, dijo Peter
Segal al terminar Locos de ira (Anger management).
Complementando: “Siempre que hablo de mi filme digo que se trata de una comedia
sobre un hombre interpretado por Adam Sandler, que tiene que acudir a sesiones de terapia en las cuales el
terapeuta mental es Jack Nicholson; y entonces la reacción es inmediata. Todos
quieren ir a verlo”. Lo que en realidad se agazapa detrás del eufemismo
empleado por el director de la cinta es que la idea de unir a un monstruo del
arte dramático, peso pesado histórico de Hollywood como el viejo Jack, con el
allí muy popular Adam Sandler, constituye un golpe maestro de la estrategia
industrial para de una sola sacada capturar a la audiencia millonaria y
multietárea de Nicholson junto a la nada escasa de la joven estrella cómica de
pasado cabaretero.
Sabiéndose que
el concepto aludido por Segal es ese y no otro podría generarse cierta
predisposición negativa en cuanto a los posibles resultados de esta lección de
oportunismo mercantil. Si además se tiene en cuenta que de manera general la
crítica no ha bendecido la cosecha del enlace intergeneracional e interdisciplinario
de ambos, tendríamos más posibles reservas. Pues bien, todo eso se manda a casa
cuando la bomba atómica que dinamita Jack le coloca al tejido dramático
revienta y hace (y nos hace) vibrar a una película que se convierte,
fundamentalmente gracias a su presencia, en puro desternille. Aunque Sandler va
de primero en los créditos, Nicholson es el pivote y a la vez delantero que
mete los goles en este juego fílmico simple pero no simplón, agradable, siempre
a punto de reventar de ironía y sarcasmo.
Quizá
precisamente el mayor encanto de Locos de ira resida en su falta de
sentido del exceso (Hay unos chistes lúbricos con alusiones genitales que no
han gustado mucho a los críticos americanos, pero que a mí me han revolcado).
Jack mete a escena como si fuera una autopista su rastra de gestos en un
vendaval de furia histriónica que, sin embargo, esta vez, sabe contener cuando
hace falta. Sandler, modosito como personaje de la trama y el mismo en ella en
tanto intérprete, sabe que no tiene ni
caballos ni revoluciones para seguir a una locomotora, y se deja llevar.
La cosa fluye, funciona y se produce química entre gente aparentemente
antitética, provenientes de disciplinas y escuelas distantes. La risa que
provocan las escenas francamente ortodoxas de las cuales está repleta la cinta
(el final es tan socorrido y va por lo meloso tan en contra del filme que
asusta), más que a la convencional
cosedura de éstas, se debe a la carga de electricidad liberada del
enfrentamiento de espíritus y aires
dramáticos de fuentes extremas, enchufadas a escena por un director que va, de
a poco, ganando confianza y rango en el género desde El arma desnuda
33 ½ y El profesor chiflado 2 hasta esta saludable, divertidísima Locos
de ira.
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