La historia del cine
acredita adaptaciones memorables del universo de las tablas; también fiascos
inenarrables. Filmar al teatro, causa común de varios realizadores o escuelas
fílmicas desde la protohistoria de la pantalla, pasó, sabemos, por aproximaciones
varias de una u otra suerte estética, a través de las épocas y diversidades de
corrientes y autores, hasta alcanzar una posmodernidad donde mientras un Gibson
hamletiano respetaba aun como niño a la profe, a santas alturas decontructivistas,
el espíritu trágico shakesperiano sin muchas floritorceduras de camino, en
cambio un Luhrman transfiguraba cuanto quería el igual shakesperiano Romeo y
Julieta, en aquella contaminada ordalía de pastiche y cruce típica de la era.
Ni una ni otra, aclaro, a complacencia de quien escribe. Provista de desigual suerte,
la filmografía nacional ha hecho lo suyo en tal campo, aunque no pocos de los
grandes clásicos cubanos de la escena permanecen inabordados en su trasunto al
celuloide (sin ir más lejos, los Estorino, Piñera, Brenes, Triana, Felipe y
Arrufat de la dorada época de los ´60 de forma casi íntegra), de manera que es
de agradecer al director Juan Carlos Cremata Malberti su decisión de poner al
alcance de todo tipo de públicos -sobre todo las generaciones más nuevas,
quizás conocedoras del relumbrón de oídas, no de vista- a esa extraordinaria pieza del mapa teatral
criollo titulada El premio flaco (Héctor Quintero, 1964; también padre en la
década de Contigo pan y cebolla, 1962).
Del argumento y diálogos de
Quintero toma agua y fibra dramática plena el guión del creador de Nada y Viva
Cuba al arriar por fin las velas de esta vieja travesía pospuesta, añorada por
años. Armador de una mecánica narrativa donde más allá de afanes de ruptura o
reinterpretaciones equis, a Cremata nada más le interesa enrumbar bien timón,
brújula y sentido en la traslación a lenguaje cinematográfico del hito
escénico, el director mantiene -operación de homenaje y tributo- su esencia de
tragicomedia vernacular, costumbrista y social definidora -con la
antipanfletaria enjundia de las mejores creaciones de nuestras artes-, del
lacerante estado de cosas de la
Cuba seudorepublicana: la miseria extrema, el olvido total de
los sectores humildes, las mentiras rampantes de la publicidad, la tiranía de
las marcas (¡ay, Rina, Jabón Candado y todas aquellas murrumacas de los padres
tutelares del consumo¡, la casita de mampostería“regalada” a costa de millones
de jabón vendidos y publicidad asegurada, mientras imperaba el bohío y la tabla
de palma atestada de alacranes), el sinsentido de vidas hundidas en el
desprecio ajeno e incluso en el propio.
Cremata habla de eso, sí, en
este su acercamiento al submundo marginal del Luyanó 1958 de favelas de
Iluminada Pacheco y Octavio, desde un prisma autoral en el cual no existen
mortales dosis de impostura ni propensiones evangelizadoras, como tampoco
paternalismo ni las por un tiempo al uso estilizaciones de la miseria; pero por
arriba de ello su versión subraya el costado humano, la aguda vivisección
emotiva del personaje central de Iluminada mediante lo que sin dudas constituye
inmejorable rastreo dramático de la curva evolutiva de un antihéroe desangrado
por el fracaso y el engaño de los de su propia familia y esa red vecinal de
sanguijuelas cebadas en la sangre de la hipocresía. ¡Cuánto del cuento del buen
vecino y del “te quiero cuando estás arriba” se agazapa, lúcido en su
elocuencia desbordante, en unos pocos fotogramas de este filme, como igual
permanecían en los parlamentos teatrales¡
Algún exceso discursivo,
cierto chiste a destiempo o situaciones que intentan operar como contrapeso a
la ruindad escrutada (la protagonista, al cierre, junto al hijo de Maricusa,
epítome de la bondad que ella perjura debe restar espacio a tanto asco), uno
que otro trazo caricaturesco desmedido y el tilín de sobreactuaciones -entendiendo
y todo la intencionalidad de Cremata de acentuarla, ex profeso, en determinados
focos- no coartan en modo alguno una puesta en pantalla donde gana la partida el
magnífico oído del realizador para captar el acento popular y humano que redobla en un relato habitado por
personajes simples, sin muchas luces ni mínimo empine intelectual pero complejos,
contradictorios y oscuros dentro de su aparente llaneza, como casi todos los de
la especie.
Para configurarle voz e
imagen a seres tales, Cremata se trajo consigo a una batería interpretativa digna
de toda loa donde no desmerecen (pese a las infundados prejuicios previos de
este firmante en torno a por lo menos par de casos) ninguno de los actores que
ahora encarnan personajes otrora asumidos por iconos de la escena cubana en las
diversas adaptaciones del clásico a las tablas, comenzando por la protagonista
Rosa Vasconcelos (Iluminada) y seguido por Carlos Gonzalvo (su esposo, el
amargo Octavio), Blanca Rosa Blanco y Luis Alberto García (la hermana de la Pacheco, artista sin
horizonte-prostituta; y su amante-chulo-representante, de modo respectivo);
Alina Rodríguez (la usurpadora del barracón de esta ex cirquera gordísima a
grasa de bonhomía, pero apuñalada por la daga artera de la maldad); Paula Alí;
Omar Franco y Yerlin Pérez (los vecinos quienes le dan la espalda al perder su
casa bombardeada por un avión batistiano),y el hagotodoloquequiero Osvaldo
Doimeadiós (como el promotor jabonero de Rina).
Por medio de cálidos trazos narrativos,
una fotografía desmarcada del concepto teatral o la locación única en virtud de
sus opciones de encuadre, el mapa visual trazado por esa en modo alguno
lacónica escenografía, el humor omnipresente -preside el núcleo central de la
película, sea en expresiones irónicas, sardónicas, de befa o costumbristas, hasta
el grado de merodear pasajes donde la dimensión de la tragedia queda dibujada
en rostros demudados-, y las espléndidas caracterizaciones que logra extraerle
a sus intérpretes merced a su concienzuda dirección de actores, el realizador
va escalonando una sucesión de momentos de gran rentabilidad dramática,
sabiamente explotados dentro de una película que destaca por su organicidad, por
cómo funciona a nivel dramatúrgico en cada uno de sus detalles compositivos, en
razón de su aparato dialogístico, su sencillez, convicción, homogeneidad
estética y prolijo acabado pese a los dos centavos con que fue ejecutada esta
expresión paradigmática del cine pobre. Lo anterior regala fe del talento, la
inventiva e imaginación grande de este hombre cuya irrupción saludásemos desde
Nada, así como de su madre, Iraida Malberti, codirectora, y del resto del
equipo de filmación de El premio flaco.
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