Enésimo trasunto fílmico del opus cervantino, El caballero
Don Quijote (2002), no por haberse hecho cien años después de la primera
versión a la pantalla del clásico de las letras españolas e integrar una
dilatada historia de adaptaciones cinematográficas sobre la cual sobrevuelan
los reverenciables nombres de Meliés, Welles y Pabst, huele a rancio o sabe a
viejo. Manuel Gutiérrez Aragón, todo lo contrario, compone un filme vivo y
coleante, de visos contemporáneos, lleno de humor, enemigo de los estereotipos
y -no faltaba más tratándose del Quijote y tratándose de Gutiérrez Aragón-
simbióticamente alimentado de lo real y lo imaginario.
Ya el realizador cántabro (creador de películas
fundacionales del período post-franquista de la guisa de Camada negra, 1977; Demonios
en el jardín, 1982 y La mitad del cielo, Concha de Oro en San
Sebastián ´86, aunque también de fiascos como Visionarios, 2001 y bodrios de marca mayor a la manera de Cosas que dejé en La Habana,
1997 o Una rosa de Francia, 2005) se
había acercado al mito-personaje-ícono creado por el Manco de Lepanto en la
conocida serie televisiva de 1991 estelarizada por Fernando Rey. Pero este
largometraje de once años después poco tiene que ver con lo entonces contado;
lo primero que hace el director español es olvidarse de la parte inicial del
monumento literario y centrarse en las postrimerías del segundo libro, justo
cuando Alonso Quijano arrostra la etapa de senectud que de modo inexorable lo
acerca a la muerte, mas, pura paradoja, lo conduce de la locura a la cordura en
viaje de revés.
En tal período enmarca las andanzas del hidalgo supremo y
más grande chiflado de la especie, encarnado por un Juan Luis Galiardo en
estado de gracia que moja, remoja y empapa de sensibilidad, humanidad, gracia a
ese soñador romántico en fase crepuscular. Con el Quijote del finado Galiardo
reímos sí, pero lloramos más; su personaje habla tanto del fin de las épocas,
de la agonía humana, del pase de cuenta de los tiempos a la inocencia como diez
tratados sobre el tema. Mediante este Quijote menos enjuto, con una sombra
ahora más ancha que la de su lanza, Gutiérrez Aragón comienza a desmarcarse en
su relato -que trenza maravillosas secuencias sobre la integración emocional de
los dos personajes centrales- de la inveterada iconografía decimonónica
doreniana, algo ya completado abiertamente por el cuerpo y la vía de su Sancho
(rotunda encarnación también ésta la de Carlos Iglesias), mucho menos gordito y
tampoco tan bajito como nuestro eterno Panza imaginado.
Si la por momentos marcada teatralidad de la puesta en
escena no atacase uno de los flancos expresivos de la representación fílmica,
estuviéramos ante una gran obra cinematográfica. La cual si bien a ello no
llega tampoco mucho le falta, pues amén de la organicidad narrativa y la
grandeza dables en la fotografía de José Luis Alcaine o la música de José
Nieto, las deslumbrantes composiciones de Galiardo e Iglesias, se respira,
advierte, suda aquí el aliento, el regusto en lo irónico, la clase de las
piezas cimeras. Gutiérrez Aragón ha revivificado la pantalla histórica sin
necesidad de extemporáneos ejercicios de excavación arqueológica. A través de
su narración moderna, ágil, vivaz, construye esta atrayente aproximación a
tamaño y seminal paradigma del tesón, la fantasía y la voluntad humanos. El
manchego eterno sigue eternizándose.
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