Rosalba es una ama de casa italiana en
eventual plan de turista interior, que en un santiamén del azar pierde en Roma
el ómnibus que la conduciría de vuelta a Pescara. Tal situación introductoria
determinará el giro evolutivo absoluto del personaje y el camino dramático a
seguir por Pan y tulipanes (Pane e tulipani), de Silvio Soldini,
agasajada película que se metió en el bolso nueve premios David di Donatello
(el Oscar de casa). La mujer,
madre de dos hijos varones jóvenes que no parecen interesarse mucho por
su existencia, y esposa de un señor que valora
menos su mundo interior que el hecho de ver la camisa estrujada,
modificará su punto de vista de la vida en unas, en principio, “vacaciones” en
Venecia (pudiera haber sido cualquier ciudad porque ésta es la Venecia más desveneciada
de la geografía del cine; pues bien visto, es que nada importaba el escenario
como el lugar al que la mandara el guión), al lado de afables héroes cotidianos
-un camarero, ese curioso vendedor de flores y la masajista-, que nada o no
mucho harán, en palabras, para reconducir los pasos de la recién llegada. Ella
sola sopesará lo que tiene y le falta, aspira y quisiera, en pos de procurarle
sinceridad al alma y masa a las rendijas de agujereados sentimientos por la
inopia afectiva y emotiva de su rutina. Rosalba, cuarentona, presuntamente ya
de vueltas de cualquier cuento humano, se afianzará al terreno salvado de su
mente para reafirmarse en el sentido que aporta el reventón del capullo de la
esperanza.
Soldini no cuenta nada de esto en formato
trágico, con efectismos dramáticos o impenetrables densidades narrativas tipo
algún tipo francés psicologista de qualité; ni tampoco sobre la quilla
de su antítesis, o sea adherido a extemporáneas loas panglossianas revestidas
de un optimismo que por ir tan a ultranza desdoran su fidenignidad. El tono
optado para narrar es el de esa comedia agridulce que en unos pocos exponentes
de la pantalla peninsular tiene buenos cultivadores, y aquí se manifiesta con
sencillez y eficacia maestras. El realizador consigue transmitir al espectador
el gozo vital con que ha bañado a una historia concebida con el punto de
atención en seres del día a día, gente de a pie, que hacen su misión paralela
al reloj de manera tan natural como se abre un tulipán al alba. Y justo aquí
está el grandísimo mérito de Soldini: seguirle el rastro a éstas sus personas
creadas -espejo de otras tantas-, tan desarticialmente que la palabra puesta en
escena (o pantalla, da igual) rayaría los límites de la interrogante. Aquí, la
cámara, más que ojo, parece otro elemento interno del cuadro entrevisto, como
una ráfaga de aire que despereza el cabello de Rosalba, o un rayo de sol que le
quema el rostro. Cuando en Cine se logra desdibujar casi esta frontera, se
bordea la perfección, señores.
Y no es que sea perfecta Pan y tulipanes.
Hay demasiado candor en la manera con que Soldini y la coguionista Doriana
Leondeff modelan y contemplan a sus personajes, muy de un lado, y sin salirles
ni por un porito la veta de Mr. Hyde que todos llevamos. Ciertas líneas de
diálogo puerilizan una historia adulta, y lo del romance entre la masajista y
el gordo investigador con cara de niño huele a algo llamado imposición
narrativa. Pero así y todo, la película es modélica en su desarrollo, y alcanza
un elevado techo en el género. Por si alguien le supiera a poco, se trata de
una obra estimulante, cuyo ínsito volumen de humanidad la levanta por encima de
lo común. Y defendida para su suerte por una Licia Maglietta en estado de
gracia al componer a Rosalba, la protagonista de esta nueva y dichosa crónica
sobre el retorno de la esperanza. Una mujer que, de cierto, tenía pan en su
hogar, y cuyo proceder ha de verse como el viaje en busca de lo allí carecía:
espíritu. O mejor, digámoslo con el filme, tulipanes. Trayecto de realización
mágicamente regado por el jardinero Soldini.
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