Napoleón solía decir que la ropa sucia debe
lavarse en casa. Al británico Sam Mendes le importó un comino lo que dijo el
emperador y sacó a coger sol a la ropa interior de la familia de clase media,
en los espiritualmente desencantados Estados Unidos de fin de milenio, Belleza americana mediante (American Beauty, 1999). El picado, en cine, se utiliza por varios
fines. La mayoría de ellos relacionados con la idea de infundir sensaciones
conexas al aplastante peso de lo superior. Conrad L. Hall, magnífico director de
fotografía, comenzaba aquel filme con un picado aéreo. La cámara miraba desde
lo alto el barrio, la alameda y la casa de los Burnham: era una premonición de
lo que advendría. La película toda asemejaba a aquellas novelas de Víctor Hugo,
donde el gran escritor francés, abusando de una omnisciencia a veces lancinante,
establecía mediante su pluma verdaderas admoniciones.
El británico Mendes lo hizo merced a la lente
de L. Hall, y a un guión lujurioso en sus deseos, tanto como el personaje
central; certero en sus objetivos, escrito con una perfecta hermandad entre
diálogos y acompañamiento viso-fonográfico. La película deconstruía la fase de
aplastamiento interior de los seres-objetos de su historia: el personaje
central Lester Burnham (Kevin Spacey) era un camaleón, Auerbach hubiera podido
hablar de la mímesis con este ejemplo perfecto: el tipo no resultaba el normal
padre de familia, casado y con una bella esposa, que aparentaba. En verdad, tenía
constantes sueños húmedos con la amiga de su hija adolescente, se masturbaba
incesantemente y casi todo en él constituía el envés de lo que fingía. Su
esposa, Carolyn (Annette Bening), vendedora de inmuebles y apasionada del
cultivo de las rosas, le perdió el gusto a su esposo aunque algo le quedaba del
de la vida; eso lo demostraba cuando, desaforada, le pedía a Peter Gallagher
que le diera más duro en los cuernos más sabrosos que le puso a Lester en su
vida. Y la hija de ambos, Jane (Thora Birch), adolescente desanimada, reprimida
e incomprendida, plañía su ausencia de objetivos y encarrilamientos vitales en
medio de esa nada que increíblemente la soportaba.
A Jane no le interesaban mucho aquello de las
apariencias. En cambio, sus padres vivían de y por ellas. Zambuían su
incompletitud en el agua de su mediocridad, y dóciles a un esquema rebañístico
de pensamiento, hacían la vida de la etiqueta y malsufrían la añorada. Puro
plástico, por extensión, representaban el botón de muestra de un segmento
poblacional de magnitud en el mapa social estadounidense, donde a ser un looser (perdedor) se le teme más que al
cáncer, por lo cual siempre habrá que simular estar on the top en todos los órdenes, incluido el familiar.
Mendes emprendió en el filme su particular
visión del mal llamado "sueño americano" a través de una sátira despampanante
que no se casaba con conceptos prefabricados en relación con esa clase media; y
prueba de ellos es que no sometía a estos personajes en el guión -que el propio
realizador compuso- a internarse en un callejón sin vuelta: Lester volvería a
lo que quiso ser con su abrupto cambio hacia la iniciación y Jane se toparía
con ese enigmático Rick (Wes Bentley), quien le cambiará radicalmente la vida a
partir de conceptos siquiera sospechados por ella y su familia. Belleza americana era una película
provocadora de infinitud de sensaciones, muchas de ellas contrapuestas -risa,
dolor, asco, ternura-; supuso para su deglusión de ese ente receptor activo que
cada vez tienen menos en cuenta las producciones norteamericanas; y coronó de
una manera más atildada y redonda todo lo que hasta ahora ya mostraron de las
"bellezas americanas" esos filmes de Waters y Solondz que a más de
uno escandalizaron con su naturalismo descarnado y su convicción de que más
feliz se es con la infelicidad auténtica que con la felicidad apócrifa con
vistas al que dirán.
Solo un
sueño (Revolutionary Road, 2008) viene a ser la oruga de Belleza americana, el preámbulo larval. Lo que se cuenta aquí es el
fermento del fraude, los mecanismos de composición y desarrollo de la mentira histórica,
entrevistos al calor de la crónica de un fracaso progresivo. Es la misma clase
media, aunque ahora la de generación de posguerra, la del despertar del
consumo, la autorrepresión, los momentos previos a la liberación sexual de los ´60,
los instantes cuando se intuía mucho por venir pero de momento no había mucho
situado dentro de los márgenes de lo inexplorado en los confines de la mente.
Territorio lleno de abono para malformaciones sentimentales de diverso tipo.
El extranjero Mendes conoce, como pocos nativos,
a los Estados Unidos, y continúa siendo, a mi juicio, uno de los mejores
retratistas sociales de la nación del Missisippi. Unidos contemporáneo, con
perdones pedidos a todos quienes lo critican. Solo un sueño representa la nueva confirmación del aserto. Claro
que para cumplimentar su deber predilecto de arañar el techado de vidrio del american dream no estuvo solo, contó con
un pie de apoyo (es un decir, en realidad supone la fuente madre) de
extraordinaria solidez, como Richard Yates, en cuyo libro homónimo publicado
para 1961 se basa el filme.
Como sostuvo el crítico Javier Aparicio
Maydeu en Babelia: “la novela de los
sueños truncados que Kurt Vonnegut llamó "El
Gran Gatsby de mi época", finalista del National Book Award en 1961
y situada en 1955, describe la tensión claustrofóbica, el lento deterioro y el
fracaso social de los Wheeler, una prometedora pareja incapaz de comulgar con
los decepcionantes ideales de vida de los aburridos suburbios y con la dudosa
gloria de una clase media manejada por el sistema como un muñeco de guiñol. La
novela, rezaba el texto de la cubierta de la primera edición de Greenwood
Press, es "un poderoso comentario acerca del modo en que vivimos hoy en
día, situando en el matrimonio la nueva tragedia americana", y ahí
"poderoso comentario" vale por el eufemismo que esconde "crítica
radical", "invectiva demoledora" o expresión similar. Yates
denunció, en plena paranoia de la caza de brujas, que los electrodomésticos
mejoraban pero la ética social no, y le sacó los colores a un país que se
refugió en McDonald's, Elvis Presley y el cine de Wilder y Hitchcock para no
ver cómo perdía su espíritu crítico. Porque sueñan, porque se cuestionan su
identidad ("yo tampoco sé quién soy", confiesa April), porque
fantasean con el éxito y el arte, rebeldes con causa enjaulados en la soledad
de un amargo matrimonio, "una pareja extraña de verdad, unos caprichosos
irresponsables", dice de ellos el personaje de la Sra. Givings, Frank
-otro oficinista de El apartamento-
y April Wheeler -ama de casa con ínfulas artísticas- se sienten distintos a los
demás, no piden permiso para pensar por sí mismos y rehuir la rutina, y pagarán
por ello cayendo en la ruina”.
Mendes sabe extraer con precisión -acaso
demasiada si pensamos en términos de narración cinematográfica- la esencia de la novela, en una película que
habla de apariencias e inconformidades, de quimeras quebrantadas, metas rotas e
ilusiones pisoteadas. Es capaz de reflejar nítidamente dicho universo en
proceso de factura, aunque a veces se echa en falta cierto tilín de transgresión
y menos sujeción al espíritu, al estilo literario. Además, la cinta se ve
lastrada por un elemento que le impide erigirse en trabajo abiertamente mayor:
el director reitera ideas, evade elipsis (salvo la del inicio, que es la madre
de las elipsis), puntúa en demasía, de modo que el espectador alcanza la fase
resolutiva teniendo una sobrecarga de los ítems manejados por el guión
encargado por Mendes a Justin Haythe. El director ansía “devorar” la época, de
tal que es comprensible su decisión de trabajar la trama bajo esta estética de
revista Life de los años retratados (algo
nada nuevo, varias comedias y dramas lo hicieron durante la década corriente),
si bien la intención aquí no es releer o reinterpretar períodos por efecto de
redargución, a lo Solondz en la magnífica Lejos
del cielo. Mendes, director de origen teatral, tampoco ha sido muy osado
nunca en alardes ni búsquedas formales, salvo raptus momentáneos que, esos sí, le quedan muy bien.
Solo un
sueño posee un gran mérito: la historia de April (Kate Winslet) y Frank (Leonardo
DiCaprio) resulta, por arriba de todo, creíble. Los diálogos que les ponen en
la boca ayudan mucho, pero no solo ello. El espectador no duda de cuanto ve en
pantalla, e incluso se hace cómplice emotivo de cada momento atravesado por el
matrimonio, desde los bellos hasta los inmersos en la racha de las
desgarraduras e insatisfacciones generacionales. La razón no atañe únicamente a
parlamentos, libreto; guarda relación, igual, con las extraordinarias
interpretaciones de la Winslet
y DiCaprio.
El binomio de Titanic, reunido once años después, muchísimos más maduros ambos -sobre
todo él tras convertirse en actor bendito de Scorsese-, consigue maravillas en
la pieza de Mendes. Winslet, esposa del realizador al momento del filme, le
conminó a aventurarse en una adaptación rehuida durante muchos años por los
grandes estudios, espantados ante la idea de que versionar a Yates no sería
nada conveniente para lograr buenas entradas de público. Kate sabía lo que
tenía entre manos. Le hinca el diente con devoción a su April y nos devuelve,
una vez masticada, a una mujer real, presa de tránsitos vitales, psíquicos,
románticos demandantes del registro pletórico de matices de cara a lo cual la
inglesa Winslet era una de las contadas actrices sajonas de la actualidad
capacitadas para enfrentar. Kate, y también Leo, están para ser admirados a lo
largo de cada uno de los fotogramas de Solo
un sueño: desigual pero en sentido general rica disección fílmica del
“american way of life”.
¿En qué biografía de Napoleón se menciona la frase de la ropa sucia? Esa es una frase de tradición oral, que solo puede ser utilizada en un contexto de diversidad de opiniones, lo que no es el caso de la Francia del Emperador. En el caso de las tiranías se establece como premisa per se.
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