Ya
en 1946 el cine vio la primera versión de la novela Anna y el rey de Siam,
según las vivencias diz que verídicas de la institutriz británica Margaret
London (Anna Leonowens es el nombre que la autora emplea en el libro y luego la
pantalla retoma): pura gelatina de una bionda de Albión con un ojos rasgados
monarca del reino asiático, manejada en la literatura y el celuloide de manera
tan elìptica, tan de barrunto, que aunque todos inferamos que el rey le pasa la
cuenta a la rubia que le instruye a sus 58 hijos y no sé cuantas esposas y concubinas,
eso nunca se verá explícitamente, ni siquiera en la más reciente como
conservadora versión de 1999. Hollywood, enamorado sempiterno del musical,
trasunta las memorias a ese género en 1956. En la versión en blanco y negro
de una década atrás los protagonistas
habían sido Irenne Dunne y Rex Harrison; en el polícromo musical el dueto
central es asumido por la inefable Deborah Kerr y el calvísimo Yul Brinner. 43
años después, el musical de Broadway inspira a un animado de Warner Brothers
que pasó sin penas ni glorias en cartelera porque entre otras cosas, tuvo la
mala suerte de chocar temporalmente con el monstruo taquillero de la Disney, Tarzán. Casi al
unísono salió la cuarta adaptación (tercera con personas reales) de la para los
norteamericanos inmortal historia.
Ana
y el rey (Anna and the king), 1999, de Andy Tennant, debe verse, antes que
todo, como un fastuoso espectáculo cinematográfico, continuador a su manera de
esas gigantescas superproducciones de época que Hollywood viene haciendo desde
que balbuceaba y que quizá ya algunos de sus productores más visionarios
acariciaban en la cabeza incluso en la protohistoria de la Meca del Cine.
La
película está hecha para deleitar a todo aquel que ame el cine en una de sus
legítimas y preemimentes misiones: la de entretener, agradar, deslumbrar,
transportarnos a una dimensión galáctica de sueños y fantasía. No importa que nada haya en ella de
originalidad en el guion (algo bien difícil en realidad: las cuatro versiones
están calcadas una de otra y siguen casi al pie de la letra el original
literario. Por otra parte, ¿qué se le va
a sacar a esto¿); no importa que Siam (Thailandia) y los siameses sean puro
clisé; no importa que aunque
aparentemente la proyección del filme sea anticolonialista, habida cuenta de la
identificación sentimental de la rubia occidental y el hombre del este, en
realidad la visión de la cultura oriental que se da venga perfumada de la misma
despreciativa esencia imperial de siempre con que los de arriba
irremisiblemente siempre han mirado a
los de abajo.
La
recreación epocal, el diseño de producción de Ana y el rey son soberbios. Jenny
Beaban, en el vestuario, ejecuta una labor precisa y descollante: no en balde
esta mujer tiene en el lado más visible de su casa el Oscar que se bienganó por
su trabajo en Howard´s end. La
diseñadora de producción italiana Luciana Arrighi (quien recibió otra
estatuilla por Remains of the day) nos ha construido un Siam que casi pisamos,
de tan real. Esa sensación también contribuye a darla la inusualmente luminosa,
pletórica de colores naturales, fotografía de Caleb Deschannel. Confieso que en
el momento de ver este filme hace casi quince años me sorprendió sobremanera la
inteligente actuación de Chow Yun-Fat en el rol del rey Mongkut; dicho actor,
uno de los reyes de las películas de artes marciales, junto a Jet Li y Jackie
Chan, muestra aquí dúctil gama de registros que obviamente en sus cintas de acción
no había podido explotar. Jodie Foster, en el rol de la institutriz inglesa,
también ejecuta un buen desempeño; y entre ambos, pivotes dramáticos del filme,
esta aventura romántica consigue un grado notable de empatía entre sus
intérpretes centrales.
Anna
y el rey fue una carísima superproducción con locaciones en alrededor de una
veintena de naciones y escenarios construidos por espacio de años; miles de
extras, animales, en fin… con todo lo que tiene este tipo de películas desde
siempre. La 20th Century Fox
apostó por tercera vez por la novela de miss London, en esta oportunidad con más dinero y recursos
que nunca. Nuevamente los estudios
consiguieron lo propuesto: rodar una deslumbrante aventura en tierras exóticas
al gusto de todos los gustos, con el mismo conservadurismo de siempre, y con
casi las mismas armas de toda la vida. Solo que ahora el dinero disparado para
su fabricación vino en misiles, y no en los arcabuces de los ´40 y los fusiles
de tiro a tiro de los ´50.
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