David Fincher, peso pesado de la creación artística fílmica en EUA, resulta uno de esos contados autores que, en dicha tierra, suelen devolverle su extraviada magia a un cine fundacional, básico, magno como el norteamericano. Alientos imprescindibles para su supervivencia en tanto arte, pues notable segmento de tal corpus fue echado al caño de la ignominia por los mercaderes industriales y el apego irrestricto a la fórmula del juguete efímero destinado a vivir y morir dentro de la caja de tiempo del fin semana.
El realizador
de las seminales El club de la pelea/Seven,
la innecesaria Alien 3 (la obra
cumbre de Ridley Scott no requería secuelas), la en sus formas “gasparnoeniana”
El curioso caso de Benjamín Button,
la clásica Zodíaco, la sobrevalorada
aunque rescatable La red social, las solo
en apariencia menores El juego/La
habitación del pánico o del soporífero
remake de Millennium que David
debe haber rodado más borracho que von Trier, firma en Perdida (Gone Girl,
2014), de estreno nacional esta semana, un thriller cuya seña de identidad es
la potencia narrativa. Al modo de ver de quien escribe, sin mucho interés hacia
Oscar u otros lauros por norma ajenos a las reales calidades de los
largometrajes en sus respectivos campos genéricos, la cinta se sitúa dentro de
lo más sobresaliente facturado durante el pasado año en su país junto a Boyhood, Foxcatcher, Whiplash, The Time Being u otras pocas.
Maciza -como
la caligrafía de un Michael Mann en sus mejores momentos -, la sintaxis de
Fincher está cargada aquí de precisión en las puntuaciones climáticas, yuxtaposiciones
personalísimas, sentido suicida del riesgo en los cuatro lados de cada
fotograma y singular -por contrastante- vocación lúdica/de respeto a los
géneros. Distendido, gozador de cuanto está configurando, este señor levanta
una construcción cinematográfica cuyo modelo apunta al canon Hitchcock en sus
vericuetos dramáticos de tortuoso rompecabezas de suspenso, pero que él
reacomoda desde el prisma de esa rabiosa contemporaneidad transpirada por una
película que, sin complejo de esponja, chupa la pluralidad discursiva del
enajenado presente histórico de la humanidad, lo mismo en el terreno privado de
las múltiples expresiones actuales de las relaciones maritales que en el de
dominio público de los medios de comunicación. Ambos universos no resultan para
nada antitéticos en un mundo de esquizoide puerilidad voyeurista donde las
uniones o rupturas sentimentales se dan a conocer al público entre Facebook y
Twitter.
Mediante bien
empalmados aunque acaso demasiado evidentes lazos de imbricación, el creador funde
los dos escenarios de representación aludidos de la rutina humana, con arreglo
al interés paralelo de gestionar la amarga parábola del cinismo, de la mentira
en tanto modo de vida, la doble moral y de la manipulación emocional que es
(también) su Perdida.
Suerte de
contracara posmoderna de American Beauty
o Revolutionary Road en prendas de
media tarde, la pieza tiene el coraje de sobrepasar su nicho más aconsejable de
ejercicio de género, para amagar convertirse en ese aparato mayor capaz de
vehicular la falsía e implosión de órdenes o sistemas éticos, culturales u
ontológicos. Tal objetivo resulta alcanzado a la larga solo a medias, al
difuminarse al desenlace su presunta seriedad, cuando el impredecible Fincher
propina refutables giros narrativos a la obra durante la zona de resolución por
intermedio del personaje central femenino de Amy (digámoslo ahora, compuesto
con excelencia por la actriz británica Rosamund Pike.)
Dichos twists (vueltas de tuerca) parecer
encontrar sintonía en la cuerda de un Adrian Lyne pensando en las locuras
diabólicas de Glenn Close para la
Atracción fatal del celebérrimo thriller de 1987.
No, en la adaptación fílmica del best-seller de Gilliam Flynn, versionada por
cierto por la misma escritora, no hay animales hervidos en el caldo, pero casi.
Y eso descompensa bastante el trabajo anterior desarrollado a través del
metraje, de tal que la impresión final sea la de una definición forzada donde
el director confunde los tonos y descarría los significantes para nublar la silueta
postrera de cara a la posteridad de un producto de fuego certero cuyas últimas
municiones son, paradójicamente, mera artillería de salva.
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