Arranca mal Fátima (o
el Parque de la
Fraternidad) (Jorge Perugorría, 2014), cuya premiere
nacional tendrá lugar este 19 de agosto, a las 8 y 30 de la noche, en el
capitalino cine Charles Chaplin. El paisaje inicial del filme remite a la
bastardización de Brokeback Mountain
con una visión en clave de pesadilla de un Carlos Enríquez lisérgico en brindis
contranatura con Servando Cabrera.
El joven homosexual Manolito -Fátima más tarde en su etapa
profesional-, se cepilla casi entera a la comunidad guajira del sexo masculino
en su natal pueblito rural. Los labriegos, no contentos con sus consortes
callosas o las prácticas zoofílicas a algunos de ellos imputadas con o sin
causa, van por el codiciado trasero del jovencito, menos como si fueran a
raptar mulatas que a encontrarse con un dibujo de Pepe el Romano.
La frase sobre la oquedad preferida de los miles de hombres
de la vida del muchacho (a) no es mía, que conste, pues cabalga en alguna
verbalización desafortunada del filme, como lo hace el adolescente con alma de
mujer en esa imagen desesperantemente horrenda -y del todo inverosímil en
contexto tal- de la zona introductoria en la cual monta a caballo, descamisado,
junto a ese nervudo lugareño con pinta de modelo sueco. Parece que Perugorría
se creyó que todavía estaba en Roble de
olor (2003), cuando él le hacía el
amor a la morena a lomos del alazán, en aquella escena-pastel que en su momento
impugné con ardor. Subyacente por todo el segmento de inicio acá, dígase, la
tan añeja como rebatible creencia de cierta franja homosexual de que todas las
personas lo son, lo cual ya viene molestando un poco cuando se machaca hasta la
rutina en el “arte”. Freud y Jung pasados por aguas albañales.
Tercera y peor versión fílmica de una obra
del escritor Miguel Barnet (Gallego
era buena y La bella del Alhambra
podríamos calificarla de obra maestra al comparárseles con Fátima), sin
embargo, representa hasta ahora la menos cuestionable de las cintas de ficción
dirigidas por el firmante de Afinidades
y Se vende, en tanto al margen de lo
antes dicho y otros posteriores momentos espeluznantes (el “santo” subido a
Fátima: inorgánico y mal filmado), hay aquí un interesante estudio de
personaje, cuyo perfil taxonómico resulta definido con corrección; así como una
estupenda caracterización de Carlos Enrique Almirante en cuanto supone quehacer
provisto de la enjundia necesaria como para catapultarlo dentro del giro. Él
contribuye en mucho a sumar enteros a este producto integrado a la estela de
películas cubanas exploratorias de las distintas identidades sexuales
desligadas del canon heteronormativo (Chamaco, Verde verde, Vestido de novia…),
donde aun no ha emergido pieza magna alguna luego de Fresa y chocolate, valga
apuntarlo.
Sin asimilar ciertas reacciones del personaje
central ni la “romantización” con su pareja-proxeneta ¿por qué esa fijación por
el afrocubano que lo expolia, quien de forma incomprensible, cansado de vivir a
su aire en la Isla
-bolsillos llenos, prostitutas y travestis a su servicio-, decide abandonar la
“jaula”?, en tanto espectador sufro las vicisitudes atravesadas por Fátima,
sopeso sus penas (la secuencia de la golpiza en las ruinas y la visión posterior de la madre posterior conmueve).
Logra entenderse la dicotomía andante de un ser cuyo encéfalo no funciona con
arreglo a sus genitales. Hay honestidad, sobre todo, por parte de Perugorría al
exponer el sentimiento de este ser humano, sus anhelos, sueños. Logra cubrir un
arco evolutivo de forma sensible. Por eso vale un filme sin demasiada garra en
otros apartados, romo en sus departamentos técnicos y con una pinta folclorista
no muy de mi gusto.
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