Bien dirigida y mejor escrita por
Jorge Luis Sánchez, Cuba Libre (2015) sitúa el eje
gravitacional del relato en los tiempos del inicio de la intromisión
norteamericana en Cuba, a finales del siglo XIX, coyunda que continuaría, bajo
distintos mantos, hasta el 31 de diciembre de 1958, a despecho de la dignidad
pisoteada de un pueblo sometido a los designios del poder extranjero.
En la película, los bíblicamente
nombrados Simón (Alejandro Guerrero) y Samuel (Christian Sánchez), dos niños
afrocubanos, pura chispa y los más inteligentes del aula de esta escuela para
los pequeños pobres perteneciente a la pro-española iglesia insular,
representan pivote narrativo y resortes humanos esenciales sobre los cuales se
despeñan los acontecimientos descritos. El realizador de El Benny
(2006), cinéfilo impertérrito, conoce la pantalla tanto por dentro como por
fuera, y sabe que en el celuloide han funcionado de lejos las historias con
niños y adolescentes. Al cuadrilátero eterno
Chaplin-Tarkovski-Truffaut-Tornatore (El chicuelo, La
infancia de Iván, Los 400 golpes, Cinema
Paradiso) el séptimo arte sumó innumerables exponentes a los cuales la
cinematografía cubana agregaría Viva Cuba, Y sin
embargo, Habanastation, Pablo, Conducta
o la insuperable José Martí, el ojo del canario, verbigracia.
Y Sánchez no queda mal parado en el reto de adentrarse en este territorio.
Cuando Simón y Samuel
advierten, bajo la puerta del aula —en esa mirada de complicidad filial, pese a
las diferencias entre ambos— la señal ruidosa de cuanto se avecina, están
sembrando una imagen y un concepto inéditos en el cine cubano de ficción, por
vez primera centrado en la ocupación yanqui en la Isla cual resultado de la
llamada guerra hispano-cubano-norteamericana y el Tratado de París (en otras
palabras, por meterse en el conflicto cuando ya los españoles tenían perdida la
guerra contra nuestros mambises, en pie de lucha a través de treinta años, idos
completamente por el caño a gloria gringa).
La configuración
caracterológica de los dos chiquillos representa uno de los aciertos más
sobresalientes del filme. Son pequeños en el colimador de turbulenta etapa de
la nación, blancos de una situación que los supera y no comprenden cabalmente.
Hay en ellos miedo, dolor, frustración; también la imborrable alegría infantil,
el candor de esa inocencia tendente a evaporarse pero aún con vida, e igual la
pizca de pragmatismo que los ayuda a sobrevivir dentro del intraducible
contexto social. Son el reflejo en pequeño de un pueblo a la deriva, burlado en
sus propósitos y sin, a ciencia cierta, un palo al cual asirse. El mismo sujeto
sociológico que Julio Antonio Mella deconstruyó en su irrenunciable ensayo Cuba,
un pueblo que jamás ha sido libre (1924).
Aconsejaría al espectador
apreciar Cuba Libre en tanda doble con el díptico Wake
(John Gianvito, 2015), en torno a la estela devastadora del imperialismo
norteamericano en Filipinas como recompensa de la misma guerra hispano-
cubano-americana, donde la potencia del norte también se sirvió de postre el
pastel de Puerto Rico. Pese a que el filme cubano no posee, ni resulta su
objeto, el grado de exhaustividad de un documental —casi imposible para una
pieza de ficción incorporar toda la dimensión factual de los hechos
históricos—, el guion de Sánchez captura en tan pertinentes como precisos
trazos cuanto significó la llegada del Ejército Norteamericano a Cuba, en tanto
expresión concreta, por un lado, del sueño acariciado por décadas en
Washington, y por el otro, de la pérdida de la ilusión colectiva de los
nacionales en la posibilidad de la victoria final y el truncado proyecto de
futuro propio.
El suicidio de José María —el
coronel mambí padre de Simón—, al ver timados a los suyos por los ocupantes y
la posterior cobertura de su ataúd con la bandera extranjera; la angustia de
Samuel tras saberse objeto de la mentira por parte de unos usurpadores que solo
lo usaron en su momento y luego lo echaron al lado; la “norteamericanización”
del teniente coronel del Ejército cubano, Lamberto, devenido alcalde
entreguista, u otras son plausibles concreciones fílmicas de sucesos acaecidos
no solo a escala micro, sino bastante comunes al calor de las circunstancias
históricas aquí aludidas.
Con precaución martiana, Cuba
Libre dice, bien audible: nadie espere algo bueno, sano y sin interés,
del monstruo, sea cual sea la expresión adoptada en pos de sus intenciones.
El largometraje, producción íntegra
del ICAIC con el apoyo del Fondo Cubano de Bienes Culturales, se adentra en el
económicamente poco redituable en el tercer mundo cine histórico y de época,
donde sin embargo Cuba exhibe áurea aunque escasa trayectoria, siempre
facturados sus opus magnus antes del cisma del período especial, desde
la germinal El joven rebelde (Julio García
Espinosa, 1961), pasando por Lucía (Humberto Solás, 1968), La
primera carga al machete (Manuel Octavio Gómez, 1969), El
hombre de Maisinicú (Manuel Pérez, 1973) y La última cena
(Tomás Gutiérrez Alea, 1977) hasta Un hombre de éxito
(Humberto Solás, 1986). De igual forma se incluyen par de bodrios como Che
(Miguel Torres, 1997) y Camino al Edén (Daniel Díaz Torres,
2007) y películas mediocres, Baraguá (José Massip, 1985)... En
el épico cada plano cuesta dinero. Y no todo luce bien en Cuba Libre,
la verdad sea dicha. El acorazado Maine destruido en los fotogramas del
comienzo remite a aquellos decorados cartón piedra del cine de romanos de los
años 50-60; casi peor que los aviones de Kangamba. La
ambientación de época y la dirección de arte en sentido integral son eficaces,
si bien los desplazamientos de uniformados y las escenas de masas en general
precisaban mayor compactación, uniformidad, verosimilitud, menos “sensación de
extras” de los hambrientos en harapos.
Ya algo no imputable al
financiamiento, el casting pudo haber sido mejor (el caso del general
español encarnado por Serafín García, el más evidente) y la dirección de
actores no resulta todo lo orgánica que hubiese sido aconsejable, al
evidenciarse desbalances. Las palmas para el niño Alejandro Guerrero por su
asunción de Simón. Es un verdadero descubrimiento de la pantalla nacional.
Hay varios guiños de actualidad
encomiables en Cuba Libre, y no me refiero al muy explotado
por la prensa del 17 D y el inicio del proceso de normalización de las relaciones
con EUA. Tienen otro carácter más íntimo, más sutil, más autoral. Por
intermedio de la anticarmeliana maestra, interpretada por Isabel Santos, el
director y guionista no solo nos quita un poco de la melaza docente dejada por
el melodrama de Ernesto Daranas, sino además nos lanza lúdricos aunque no por
ello menos hirientes baños de actualidad (la actitud de la profesora, variable
en consonancia con la magnitud del regalo de los chiquillos), al tiempo que
recuerda, en ángulo diferente y salvando las distancias con la posición de Doña
Alfonsa, los lazos irrenunciables entre el magisterio y la ideología. Por
conducto de la mayoritaria presencia de los buffalo soldiers (soldados
negros) en las fuerzas interventoras, pone el acento en cómo localizan su carne
de cañón, entonces y ahora, los ejércitos del imperio. Por la vía de la
respuesta del bodeguero: “por cuuuuuuuuulpa del bloqueo americano, hace más de
un mes que no entra una libra de harina de trigo”, ante el pueblo enardecido
que le inquiere porque subió el precio del pan de ocho a diez centavos, no solo
alude a nuestra sempiterna excusa para todos los males (de hecho el bloqueo
yanqui sí es una causa, y grande, pero no la única, por supuesto, porque
también hay demasiado bloqueo interno), sino a cómo quienes dictan los
gravámenes en Cuba se agarran a lo primero que encuentran para justificar sus
desmanes. De eso bien puede dar cuenta el ejército privado nacional vinculado a
la agricultura hoy día. Por el personaje del soldado estadounidense Freddy y su
interés por llevarse al Simón hijo del jefe mambí a su país, con la anuencia
del pequeño y la reticencia del padre, se está apuntando no solo a la
invariable “política de secadora” de la nación de arriba para con nosotros,
sino de igual modo a la disparidad de criterios existente, en ocasiones y no de
modo generalizado, entre las distintas generaciones de cubanos, debido a
múltiples condicionantes y la económica en primer grado.
Esta película dedicada por
Jorge Luis a su bisabuelo Simeón Armenteros Calvo, coronel del Ejército
Libertador, no solo es honesta, lúcida, digna y aportadora dentro de un
audiovisual precisado de incrementar la presencia del género histórico en el
cine de acción real en la animación tuvimos los Elpidios, pero igual hace
falta. Del mismo modo, constituye una obra artística muy útil de apreciar por
los jóvenes espectadores, quienes tienen aquí, de forma entretenida, empática,
sin panfletos ni didactismos (baza del filme es no sobrepasarse en
explicaciones ni subrayados, no obstante tenerlos) a nuestra historia en canal,
abierta como tan grande, bella, triste y aleccionadora ha sido, para que
quienes tengan ojos, vean; y para quienes tengan oído, oigan.
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