Pocas veces
se han visto tan bien definidas las líneas del rostro de la desesperación en el
cine del siglo XXI como en el drama anglo-filipino Metro Manila (Sean Ellis,
2013). Obra imperdible de la pantalla mundial contemporánea, despojada de
artificios, trazos gruesos, melodrama e impostura de cualquier tipo y anclada
al realismo expositivo, logra ubicarse en el ángulo de miras de sus personajes,
para componer un relato concebido y solucionado desde la instancia extrema del
agobio y la indefensión más crueles.
Solo bajo
el entendido de tal premisa -desarrollada con elocuencia por un guion preciso
como un equilibrista al sortear tanto el efectismo, el manierismo o el
ternurismo como todo cuanto no le resulte dramáticamente rentable-, el
espectador es capaz de posicionarse en la latitud de sentimientos humanos
rastreada por el largometraje.
Existían
condiciones argumentales para que el director de Cashback hubiese podido
precipitarse por el barranco de la pornomiseria, la estridencia y el
sentimentalismo; pero la contención signa el discurso. Ni incluso en los
minutos más angustiosos juega a contaminar las emociones, ni a banalizar el
asfixiante cuadro social destripado aquí con vocación entomológica y un sentido
de apremio comunicativo de veras plausibles.
El
conflicto del campesino Oscar y su pobrísima familia, arribados con inocentes sueños
de prosperidad de una provincia agrícola a la región metropolitana de Manila,
la capital de Filipinas (nación de herencia colonial considerada uno de los
verdaderos infiernos en la tierra por su cantidad de crímenes violentos,
corrupción y un capitalismo salvaje en estado puro que estratifica/divide a
niveles incomparables a pobres y ricos) está marcado por decisiones asociadas a
los modos de obrar en el camino de la supervivencia cuando aparecen clausuradas
todas las salidas. Esto es la versión de Rocco y sus hermanos para los tiempos
del desastre infinito.
A lo
Chaplin (la dirige, fotografía y co-escribe), el británico Ellis consigue
facturar una película sobria, austera, severa, justa que, partiendo del drama
más clásico, bifurca su cauce genérico hacia un cierre de nervudo thriller con
desenlace de veras desolador, muy en consonancia con los puntos de partida del
relato. La opción final redentora tomada por Oscar resulta a la postre la única
a asumir en medio de atolladero semejante al descrito en Metro Manila. Algunos
exégetas han advertido en tal conclusión abertura posible para la esperanza.
Por el contrario, creo que nos está hablando, mediante inusitada honestidad, de
la reducción absoluta del individuo a consecuencia de la pobreza, las
desigualdades sociales y el más atroz tercermundismo. La claridad ideológica de
Ellis, no usual en el cine de ficción actual, emparenta a su obra con la en
fecha reciente también vista cinta coreana Snowpiercer (Bong Jong-hoo, 2013).
El actor
teatral filipino Jake Macapagal, en el rol de este personaje central de
locuaces silencios y mirada de niño extasiado en la juguetería a quien nunca le
van a regalar su peluche, articula eficaz caracterización de nuestro Oscar, un
sujeto de procesiones internas, calvarios que no afloran al rostro y un
extraordinario amor por su familia capaz de conducirlo al sacrificio. Su
inmolación trágica no deja de portar la belleza intrínseca de las ofrendas
totales, la majestuosidad suprema de la entrega por los tuyos; mas tamaña
tesitura dramática cuanto más traduce es la última nota de una sinfonía
apocalíptica.
Metro
Manila es cine esencial para comprender a nuestro tiempo.
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