Corrientes
genéticas subterráneas de neorrealismo italiano y otras no tan subyacentes de
cine social británico alla Loach/Leigh y del formato Guediguian temprano, ya en
Francia, más algo de los belgas Dardenne de Dos
días una noche, La promesa y El niño irrigan el dispositivo
argumental y hasta la puesta en escena de la película española Techo y comida (2015), verista documento
artístico en torno a cómo la crisis económica se cebó con saña y alevosía en los
núcleos hogareños más desfavorecidos del arcoíris social español.
La
obra del debutante Juan Miguel del Castillo, ganadora del Festival de Málaga,
es una pequeña gran película sobre la desolación, la inclemencia de los tiempos
y los actos desesperados de una madre separada por salir, infructuosamente,
adelante con su hijo, proporcionarle un techo que no puede pagar y una comida a
la cual le resulta imposible acceder.
Drama
social de hondo calado continuador del camino temático de Hermosa juventud (Jaime Rosales, 2014), está favorecido por la
rigurosidad y el ascetismo de una narración hosca al artificio, las galanuras
de guion y todo cuanto estorbe al centro focal del relato. Del tal, aquí no se
verán subtramas ni personajes innecesarios; tampoco fútiles situaciones de
relleno. La película, breve en el metraje, va muy a por su objetivo. Y bien que
lo cumple: de forma honesta, directa, con gran economía de recursos, ha hecho
un diagnóstico social meridiano de un fenómeno que ha conducido al desahucio,
la miseria y al paro a millones de españoles, especialmente a partir de 2012,
año donde se centra la historia, en Jerez.
Natalia
de Molina, en el rol central de esta madre ninguneada por el sistema, levanta sobremanera
la película, mediante una actuación formidable, a tenor con el tono y la cuerda
de una experiencia cinematográfica lancinante por cuanto cuenta e inolvidable
por cómo lo hace.
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