Ya en la cabecera misma de la teleserie
Esposas desesperadas (Desperate Housewives, ABC 2004-2012) no
solo había talento creativo, sino además una remisión directa al megaobjetivo
temático de la obra. Dicho opening
con el exquisito trasfondo musical de Danny Elfman y repleto de obras artísticas
que iban del Adán y Eva de Lucas
Cranach el Viejo y litografías egipcias a El
matrimonio Arnolfini de Jan Van Eyck, el American Gothic de Grant Wood, I
am a proud de Dick Williams, la
Campbell´ Soup Can de Andy Warhol o los Couple Arguing y Romantic Couple de Robert Dale describe en segundos de que va la
pieza: de pecados originales, tentaciones, serpientes, manzanas mordidas,
dobleces, misterios, huidas, odios, amores, mujeres acogidas a gusto o disgusto
en el hogar, de los conceptos y valores que conviene sugerir más que cumplir
dentro del orden cultural/familiar estadounidense.
Wisteria Lane es el ficticio
sitio donde transcurren las ocho temporadas del material exhibido de forma
íntegra por la televisión cubana, más de una vez por cierto. Se trata el
mencionado de un típico barrio residencial de clase alta, de esos cuyos
secretos y mentiras el británico San Mendes radiografiase tan bien desde aquel
inquisitorio contrapicado inicial de Belleza
Americana (1999). Por supuesto, Esposas
desesperadas no llega ni al grado de
hondura ni contiene el vitriolo de dicho filme, pero tampoco resulta de ningún
modo despreciable su estudio de las apariencias en tanto parte de un modo de
vida en sitios tales.
En el presumiblemente apacible y
perfecto barrio casi nada es lo que parece, y los seres humanos montan la
puesta en escena de sus existencias mediante fachadas, coberturas articuladas
sobre la base de la mímesis y la maleabilidad moral. La inseguridad en sí
mismos, el miedo a la vida y la insatisfacción con cuanto han conseguido en
diversos planos, pero sobre todo en el afectivo, delinean la planificación de
actos marcados por la inconsecuencia entre de lo que de ellos se espera desde
el magma idiosincrásico mismo de una tradición cultural y la proyección emprendida
en el escenario cotidiano, principalmente puertas adentro del hogar.
En similar intenciones de diana
se proyectan los tiros de la menor Pequeñas
grandes mentiras (Big Little Lies, 2017), miniserie de siete
episodios que la cadena HBO introdujo en el sector dramático de su parrilla
este año, a medio camino entre Westworld
y la penúltima temporada de Juego de
tronos, con notable repercusión internacional y el rápido pase en la
televisión cubana, algo siempre de agradecer más allá de las calidades de la
propuesta.
Big Little Lies -de
ahora en más su título original, pues solo en Cuba fue traducida al español- ha
prendado, fundamentalmente, dizque por su estudio de las contradicciones
humanas y la dicotomía existente entre cuánto exponen sus personajes centrales
al exterior y cuánto son de verdad cuando se cierra la puerta de casa. Varias
críticas se han explayado sobremanera al alabar su “exquisita interpretación de
las dobleces de las familias burguesas, con inusitada agudeza”.
Imagino que quienes así la valoraron,
llevando a un injusto pináculo de excelencia a una serie promedio -objeto de
franca sobrevaloración y a ratos bastante artificial y pretenciosa- ni idea
tienen de la obra cinematográfica del finado realizador francés Claude Chabrol
(maestro del examen de los comportamientos burgueses), de los estadounidenses
Todd Haynes y Noah Baumbach (entomólogos de la putrefacción moral de su país),
del arriba referido inglés Sam Mendes, de series como A dos metros bajo tierra o hasta de títulos fílmicos individuales a
la manera de las norteamericanas August
Osage County, Election y La familia
Savage, las griegas Miss Violence
y Canino,
la búlgara La lección o la polaca Estados unidos del amor, por citar tan solo
unas pocas piezas contemporáneas realmente incisivas y agudas al hundir su
escalpelo en esa masa ectoplásmica que formamos los humanos al distanciar -o
intentar hacerlo-, esa realidad interior que arrastramos desde que abrimos los ojos
cada mañana y esa realidad otra que aparentamos en tanto parte de la necesaria
e inevitable puesta en escena de la vida.
Más skakesperianas y
auerbachianas que los propios títulos de esos creadores (también too much reloaded o dramáticamente
sobrecargadas para mi gusto) las mujeres personajes centrales de la miniserie
dirigida por Jean-Marc Vallée -el director de la laureada Dallas Buyers Club y de la menos conocida Wild- devienen pura mímesis. Todas y cada una; aunque en grado
superlativo la defendida por Nicole Kidman.
La Celeste de la Kidman ostenta y
representa el puro glamour de la madre rica que vive en una zona pija de
California, ese pueblito costero llamado Monterrey que asemeja una suerte de
Venice New Age para mujeres desesperadas con dinero. Tiene un esposo más joven
(Alexander Skargard, Eric el Vikingo de True
Blood) cuyo cuerpo parece modelado por los dioses nórdicos, quien está
perennemente necesitado del sexo de su mujer; y dos saludables rubios gemelos:
millonarios ellos, como papi y mami. Los chiquillos comienzan a advertir, en
uno de los raccontos propios de la
narrativa fragmentada del material y el alma de “dj visual” de Vallée, que algo
raro sucede en el cuarto de sus padres. Es que papá no parece conformarse con
el sexo tradicional y violenta, por creciente obsesión patológica, a una mujer
que primero parece asentir a los requerimientos de un esposo a quien -no
obstante su extraño comportamiento- ella ama, pero de parte del cual luego debe
aceptar, irremisiblemente, que es blanco de un severo castigo emocional y
físico.
Los gemelos de Celeste asisten a
la escuela exclusiva donde también acuden los pequeños de las dos amigas de
ella: la igualmente adinerada Madeline (Reese Whiterspoon) y la menos solvente Jane
(Shailene Woodley). Portadoras ambas, sobre todo la segunda, de sus traumas
personales y/o mentiras como resorte apelativo para sobrellevar sus existencias.
A la larga, ninguna conforme consigo mismo, a la manera de Celeste. En el
colegio, una de las madres más pudientes de Monterrey, Renata, asumida por la
camaleónica Laura Dern, acusa al hijo de Jane de abusar de su hija. Jane
defiende al vástago, aunque tiene sus reservas, pues ese niño fue fruto de la
bestial violación que cerró una intempestiva one-night-stand. Ella se aterra con la idea de que el muchacho
porte los genes del progenitor. Pero quien de verdad agrede a la niña no es él,
sino uno de los gemelos de Celeste, cuyo esposo esconde otros secretos, además
de golpearla.
A la manera de la serie The Affaire, Big Little Lies desarrolla su trama central en paralelo con la
investigación de un crimen efectuado en la comunidad de Monterrey, al que
argumentalmente le conceden una no debida preeminencia. Dicho asesinato
insoluto someterá a más presiones de las habituales al núcleo humano- vector
central de Big Little Lies. El
muerto, cuya identidad no se conocerá hasta el séptimo episodio, resulta uno de
los personajes masculinos de peso (de los pocos existentes, pues la pieza es
otro de los títulos del universo femenino de HBO y ellas son las dómines
absolutas de la escena) en el desarrollo nada lineal de un relato que se
retuerce y alimenta de retrospectivas y flash
forward o saltos adelante, cual resulta típico en la teleficción sajona del
siglo XXI después de Perdidos.
Al sacar la carta o mcguffin del asesinato, no importa su
preponderancia en la “fuenteovejúnica” resolución climática final del trabajo,
la miniserie basada en el best-seller
de Liane Moriarty escrita por David E. Kelley -el curtido y comercial creador
televisivo de la recordada Ally McBeal-,
que en realidad debía ir (sin diques ni valladares), sobre quiebres, esquirlas,
fracturas morales, se atraganta entonces en el soporte del clásico whodunit (los relatos sobre la búsqueda
de quién cometió el crimen), divaga dramatúrgicamente y pierde fuelle en su
inmersión a los claroscuros morales de estas mujeres. Y de esta comunidad en
general.
No la ayuda en ese limbo su
acentuado amaneramiento descriptivo y el raro caso de contaminación afectiva de
sus creadores con el universo melódico-visual-iconográfico del escenario reflejado,
el cual a veces parece mostrarse con más admiración que con real sentido
dramático.
No obstante, algunas cosas de cuanto
cuenta a su manera Big Little Lies no
solo les compete a madres pijas, cuarentonas o jóvenes, solteras o casadas,
habitantes de la rica Monterrey o cualquiera de estas comunidades bien del país
del norte. E interesan, por tanto, a grado general. Si bien se comprende su
contextualización en dicho universo exclusivo, a efectos tanto de la
rentabilidad como de la naturaleza del guion, el argumento podía centrarse en
cualquier pueblo o ciudad de los Estados Unidos, Malasia, Argentina, España,
Islandia. Y es lo que, a mi modo de ver, de algún modo la empina, al
ecumenizarla.
El material al mando de Vallée,
entre otros temas de indagación, escruta (sin mucha originalidad ni maestría,
es cierto; pero lo hace y eso sigue contando mucho) la violencia de género, aunque
no en bruto, a lo La mujer del animal,
digamos. Fortaleza del texto televisivo es que analiza una forma de expresión
de este flagelo doméstico donde la vejada intenta disculpar al agresor, puesto
que las propias reglas del juego emocionales dictadas y acogidas en casa, así
como las mismas gradalidades y transiciones de una práctica que pasa de lo
ordinario a la violencia en tanto parte de una nada normal “normalidad”, le
inducen a no aceptar cuanto de verdad está sucediendo.
Muchas mujeres hoy día, en todo
el mundo, afrontan el calvario cotidiano de Celeste, de forma incluso mucho
menos sutil en su expresión. Nuestro país no es la excepción del fenómeno. La
violencia de género se ceba sobre inocentes que ofrendaron su vida a un salvaje
que, en el mejor de los casos, le dejará par de moretones cada semana y, en el
peor, quince o veinte puñaladas a la salida del trabajo un día. El final.
(Texto publicado originalmente en
el portal de la UNEAC)
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