La televisión
cubana proyectó la teleserie de FX, American
Crime Story (no confundir con American
Crime, serie de la cadena abierta ABC igualmente comentada en nuestro blog,
pero que ninguna relación guarda con esta salvo en los títulos parecidos), uno
de los materiales del género de más interés elaborado por las productoras
televisivas estadounidenses en fecha reciente.
La
primera temporada de American Crime
Story, denominada The People vs.
O.J. Simpson, estrenada en 2016, fue
escrita por la próvida dupla de Scott
Alexander y Larry Karaszewki a partir del libro The Run of his Life: The People vs. O.J. Simpson, escrito por Jeffrey Tobin. Dicho tándem de
guionistas cuenta con una trayectoria orlada de trabajos para directores de
prestigio como Milos Forman, a cuyo encargo elaboraron el guion de El pueblo contra Larry Flynt y El
hombre de la Luna; y Tim Burton, al cual le signaron el libreto de su Ed Wood.
Pero
además, American Crimen Story: The
People vs. O.J. Simpson tiene entre sus ángeles guardianes al todoterreno creador
Ryan Murphy, el hombre detrás de series de peso a la manera de American Horror Story o FEUD: Bette and Joan, esta última también reseñada en nuestro sitio. Amén
de influir en el referido equipo de guion mediante sus -por regla- atendibles
ideas y encargarse de la producción al lado de su inseparable Brad Falchuck,
Murphy fungió de director de algunos de los diez episodios, labor co-ejecutada
junto a John Singleton. Este último realizador, aunque lamentablemente hoy día
casi olvidado por la industria cinematográfica, fue una de las firmas más
capacitadas a la hora de abordar en la gran pantalla estadounidense a la figura
del afroamericano y las permanentes tensiones raciales de ese país.
Y justo
en un afroamericano se enfoca esta primera temporada: en el jugador de futbol
rugby O.J. Simpson; más bien en el proceso judicial librado contra él, tras las
acusaciones por los asesinatos de su rubia ex esposa Nicole Brown y el nuevo
novio de esta, Ronald Goldman.
Representó
una celebérrima trama (“el caso del siglo” le llamaron) que dio material
permanente a los medios, tanto de Estados Unidos como de buena parte del
planeta, a lo largo de los años 1994 y 1995 y la cual se convertiría en un
asunto de carácter social y político dentro de un país que -todavía con la
conciencia blanca bien sucia tras la brutal golpiza a Rodney King, con la
consiguiente inquina de la comunidad negra hacia las fuerzas policiales- no
estaba preparado, o no le convenía, o no se sentía en la inclinación de
sentenciar al ídolo deportivo negro, no obstante las demostraciones palpables
de su culpabilidad. Territorio, por tanto, excelente para todo tipo de
chantajes emocionales a escala macro, algo bien apreciado en el material
televisivo.
Entre
los aciertos primordiales de la teleserie figura su elocuente plasmación del
fenómeno, desde un dedo indicativo hacia las manipulaciones raciales y
psicosociales establecidas desde diferentes franjas, no siendo exactamente la
del Derecho la última, cual es mostrado en la defensa de un caso penal que la
obra atiende desde multiplicidad de planos que discurren del espacio central
del proceso a las bambalinas de este, al caso todo y a los hechos de una
historia real reconstruida en lo fictivo a través de suma pericia en la mirada
y la representación.
En el
parapeto de la observancia a tal complicado escenario se sitúa este exponente
de la teleficción, para reflexionar en derredor del racismo imperante en esa
nación todavía a la altura de los tiempos de arranque de la corrección política,
sobre la violencia habitual de la policía esencialmente blanca contra la minoría
afroamericana, en torno al machismo galopante que consume a parte de una
población masculina sumida en mecánicas repetitivas de siglos y en la
actualidad fortalecidas por la misoginia y la discriminación a la mujer de
muchos discursos audiovisuales o publicitarios, acerca de las falencias de un
sistema judicial donde en ocasiones prima más un simple tecnicismo que la
evidencia abrumadora, y alrededor de los circos mediáticos, la
espectacularización de la noticia y la siembra/cosecha del morbo hacia las
desventuras de las celebridades en el receptor: síntomas que ya desde mucho
antes de los años noventas del pasado siglo, marco contextual del relato,
cobraba fuerza (como nos recordaron directores como Elia Kazan hasta Sidney
Lumet y Woody Allen, con décadas de diferencia entre el primero y los segundos)
y hoy experimenta registros inusitados.
Cuanto
tiene de imaginativo, de bríos y de músculo narrativo Murphy, también lo tiene
de epatante sin causa, de shockeador emocional y de creador proclive a las incontinencia
visual, de manera que su serie a veces desbarata con los pies cuánto construyó
con las manos, presa de la propensión desbocada de su inspirador, quien no sé
exactamente si por su natural proyección o quizá determinado a somatizar la
decena de episodios del espíritu de tremolina de aquellos hechos seguidos por
más de cien millones de personas minuto a minuto (y mucho me temo que sea más a
causa de la primera razón, porque las sutilezas de Murphy llegan a un punto),
tiende a desorbitarse por trechos y establecer desbalances narrativos y tonales
que llevan el camino de una serie seria -de un tema más que serio- por los
rieles de la ordalía, el desenfreno y la parodia.
Por
suerte ahí está la divina Sarah Paulson, quien incorpora a uno de los personajes
centrales, para buscar equilibrio tanto en lo anterior como en las
intermitencias histriónicas del excesivo, casi sobreactuado Cuba Gooding Jr. en
el papel de O.J. Simpson y un John Travolta lleno de bótox y también
sobrecargado.
American Crime Story es una serie de
corte antologar. Por ende, con otra temática diferente, la segunda temporada -la
televisión cubana también la proyectará- se titula American Crime Story: el
asesinato de Gianni Versace (2017-2018), y está centrada en otro de los
hechos de este tipo de mayor connotación mediática en los Estados Unidos
durante los años noventa de la centuria anterior: la muerte a tiros, a manos de
un singular fanático, del famoso modisto italiano.
La idea
de Ryan consiste en continuar la recreación telefictiva de semejantes
tristemente célebres acontecimientos luctuosos causantes de diversos grados de
estrépito social en una Norteamérica cada vez más sangrienta, donde resultan
necesarios, a lo Gus Van Sant en el cine y el Murphy de estos procedimientos
antologares de la pequeña pantalla, muchos nuevos registradores visuales y
hermeneutas conceptuales de esta violencia congénita atizada al calor de
asociaciones omnipotentes, senadores corrompidos y presidentes matones que
aconsejan armarse hasta a los maestros escolares para así seguir un negocio
eterno y un círculo vicioso del cual cada vez resulta más difícil escapar.
(Publicado originalmente en el portal de la UNEAC).
Creo que el principal creador de espectáculos nocivos a los pueblos latinoamericanos es EE.UU.Es la única manera de influir en la cultura de los pueblos,y hasta cierto punto nos domina.
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