Kenji
Mizoguchi, una de las figuras de mayor trascendencia de la historia de la
pantalla japonesa, fue objeto de un auspicioso ciclo en la Cinemateca de Cuba, el
primero que se le dedica en nuestro país y organizado en ocasión del
aniversario 120 del realizador nacido en 1898.
La
muestra programada en fecha reciente, contentiva de varias de sus películas
esenciales del período sonoro (las determinantes de su carrera), pudo contribuir
en notable medida a un conocimiento de su arte por los espectadores de las
hornadas emergentes, que tuviesen el interés por apreciar estas trece obras
cinematográficas
Junto
a Akira Kurosawa, él constituyó uno de los primeros cineastas nipones conocidos
en Occidente y, además, tratados como autores. Al lado de Yazujiro Ozu, estos
tres excepcionales directores conformarían la tríada histórica más reverenciada,
homenajeada y citada por sus colegas occidentales.
A
la inserción y validación de Mizoguchi en el contexto fundamentalmente europeo primero,
y luego americano, contribuyeron tres elementos básicos: uno relacionado con la
crítica de cine; el otro con la consideración dispensada a su obra por parte de
grandes realizadores y el último con su éxito en festivales de primera
categoría.
Cahiers du Cinema,
revista francesa especializada que en su momento resultó algo así como la
Biblia de la crítica de cine, apostó con todas desde el principio por
Mizoguchi, el denominado “Skahespeare del cine”; y los firmantes del magazín
calificaron el empleo del plano-secuencia por el creador asiático como culmen
expresivo de sus ideas vinculadas al montaje invisible en el lenguaje fílmico.
Maestros
de la guisa del estadounidense Orson Welles, el ruso Andrei Tarkovski y el francés Jean-Luc Godard idolatraron a
Kenji y lo auparon sobremanera dentro de los círculos occidentales. Y el
Festival de Venecia lo impulsó también de forma elocuente, merced al Premio
Internacional otorgado a su Vida de O-Haru, mujer
galante (1952),
inicial de una estela de lauros en la cita más importante del planeta en esa
década, por poco tiempos antes que Cannes se situara en la eterna cúspide.
“Me
parece bien que los europeos sientan la belleza japonesa, y que disfruten de
ella. Pero sería mejor si fuéramos capaces de expresar el alma bajo los tejidos
y las telas que ellos tanto admiran. Tenemos que hacerles sentir tanto la
belleza de la seda como el corazón japonés escondido bajo esta tela”,
suscribiría el director de La mujer crucificada
(1954).
La obra de Kenji se distingue por varios
rasgos, entre los cuales sobresalen la plasticidad de sus espacios dramáticos,
la extraordinaria expresividad de sus puestas escenas y la exquisitez en el
tratamiento de la cámara (modélicos su uso de las tomas largas y del
plano-secuencia). Entre los rasgos básicos, desde el punto de vista argumental,
se sitúa su capacidad de acercarse a la mujer como pocos realizadores asiáticos
de su época. Las indagaciones en torno al carácter femenino fueron concebidas
por sí en pantalla a través de personajes de entidad dramática y profundización
psicológica. Especialmente ducho fue este autor en plasmar el sufrimiento de
ellas como consecuencia de un status quo,
un imaginario patriarcal a grado sumo y un sistema social que las destinaba a
ser víctimas de un sacrificio personal rayano en la inmolación.
Quizá ese interés guardase relación con
un destino familiar que condujo a la entrega en adopción y posterior venta de
su hermana a una casa de geishas tras la ruina del hogar. Destino el cual tuvo,
entre sus no pocos momentos trágicos, la muerte de la madre de ambos, cuando él
era solo un adolescente.
Como
recordaría el colega Antonio Mazón Robau en sus palabras de invitación al ciclo
de la Cinemateca, Kenji Mizoguchi se incluye dentro “de los grandes
directores japoneses de todos los tiempos. Procedente de una familia de clase
baja, comenzó su andadura en el cine en la compañía productora Nikkatsu como un
actor especializado en personajes femeninos. Más tarde se convertiría en
asistente de dirección y en realizador, rodando su primer filme como director
en 1922. A través de cuatro décadas, filmó más de 100 filmes, parte determinante de ellos en el
período silente. Y es interesante destacar que sus últimas doce producciones
son las que mejor se conocen fuera de Japón y las que le dieron enorme
prestigio en Occidente”.
Justo tales piezas -sonoras- formaron
parte de la muestra, y aquí es necesario detenernos en algunas de estas grandes
películas que pudieron visionarse en la Cinemateca. La primera, la antes
referida, Vida de O-Haru, mujer galante, constituye una
adaptación del libro Una mujer de placer, escrito en 1686 por Saikaky
Ihara. Es el relato de la hija de un samurái convertida en mercancía sexual,
sino trágico antónimo a su cosmovisión moral, que le induce a intentar contra
su vida. Gráfica representación de los patrones misóginos de la sociedad feudal
nipona, el filme impactará y será recordado por la taxonomía de O-Haru, cuyas
desgarraduras la prefiguran como uno de los grandes personajes trágicos del
cine. La interpretación de la actriz Kinuyo Tanaka en el rol central merece
elogiarse en cualquier antología. Diversas encuestas sobre lo mejor del séptimo
arte mundial tienen al largometraje entre sus primeros puestos, como también
ocurre con otras tres o cuatro películas de Kenji.
La inmediatamente posterior Cuentos
de la luna pálida después de la lluvia (1953), acreedora del León de Plata
en el Festival de Venecia, resulta otro de los títulos remarcados suyos,
también presente en la muestra habanera, como cada una de las cintas
mencionadas en este artículo. El halo poético de su manera de entender y
expresar la dramaturgia y la técnica cinematográficas halla en la película
destinatario perfecto. El clásico del cine japonés, calificado además como una
obra maestra de la pantalla mundial, deviene sutil parábola de Mizoguchi
alrededor de la inasible conquista de la gloria y la felicidad, debido tanto a
la misma naturaleza esquiva de los pináculos como a la naturaleza complicada de
los seres humanos. Es un filme donde afloran la sugerencia y la emoción, con
simetría ejemplar.
De 1954 es El intendente Sansho,
merecedora del León de Plata en Venecia, esta vez al Mejor Director. Ríspido
relato de lancinante sesgo, todo el pesimismo que embarga al filme (por regla,
ínsito en casi todo Mizoguchi) no le impide blandir lanzas a favor de un
universo de justicia donde prime la igualdad entre los seres humanos.
Nominado al León de Oro al Mejor
Director, La calle de la vergüenza (1956), el opus postrero del autor japonés va, en la línea de sus
antonomásicos filmes dedicados al sexo femenino, sobre la condición de un grupo
de prostitutas, visto ello desde una cruda posición de análisis del fenómeno.
En el año del estreno de este último
largometraje fallece Mizoguchi, a los 58. El firmante de la maravillosa Historia
del último crisantemo (1939), con la cual abrió el ciclo en su honor, dejó
una estela de filmes imborrables y la posibilidad de encontrarnos con
magníficas aproximaciones a distintos períodos históricos del Japón, país del
cual en varias de sus obras este señor pareciera erigirse en una suerte de
conciencia moral que objeta convencionalismos y taras; siempre consciente de
ese costado enfermo el cineasta y en cierto modo quizá sobrepasado por este y
la imposibilidad de atisbar mejoramientos futuros. De tal -también-, el pesar y
el signo umbrío consustanciales a fotogramas y subtextos del maestro asiático.
(Publicado originalmente en el portal de la UNEAC).
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