lunes, 4 de febrero de 2019

La Bemberg y el alma femenina




Destaca, sobremanera, en el cine argentino de las décadas de los ´80 y ´90 del pasado siglo, el cuerpo creativo de la realizadora María Luisa Bemberg (1922-1995).

Su filme Camila (1984, bendecido en el Festival de La Habana, nominado al Oscar a la Mejor Película Extranjera y con fuerte respaldo del público austral, algo no corriente dentro de la ejecutoria de la artista) resulta la primera película de destaque emergida en el período post-dictatorial.

El trágico romance de la joven de buena familia y el sacerdote, en el retrógrado marco de pensamiento de los tiempos del general Rosas, es una cinta cálida, pletórica de emotividad y garra en su mirada a las relaciones amorosas -que prácticamente en ningún momento del relato pierde su fuelle inspirador-, la cual certifica el interés de la directora de Momentos (1980) y Señora de nadie (1982) por enrumbar su telescopio hacia el planeta femenino.

La Bemberg oteó, a placer, las cimas y simas de las almas de esas mujeres que pueblan sus historias. La atención hacia las ansias femeninas; así como la crítica a su represión doméstica y a ciertas aristas del clericalismo, el poder judicial, el anquilosamiento mental y la hipocresía están grabados en la narrativa fílmica de esta mujer, quien compuso su obra con notable pulso y sensibilidad.

Miss Mary (1986), la historia de la institutriz extranjera en la Argentina de los años treinta -otra de esas mujeres que venían con baúles y nostalgias, a hacerse cargo de hijos ajenos, seres que no pertenecían ni al salón ni a la cocina, para decirlo con las propias palabras de la Bemberg- y una de las películas menos ortodoxas de su filmografía, no cuenta con el ritmo interior de su predecesora y la dramaturgia vacila en el encuentro de un espacio de legitimación viable, no importa los reconocimientos del Festival de Venecia.

En este mal llevado, pero sin dudas imantador filme, la Bemberg cala a una de esas mujeres suyas ahistóricas, atemporales, a veces hasta asexuales, quienes suelen ver cercenados sus márgenes de realización personal por un agente externo de represión.

Lo mismo le sucede a la sufrida Sor Juana Inés de la Cruz en Yo, la peor de todas (1990), Premio Especial del Jurado en la cita latinoamericana de La Habana.  A todas luces, aquí la Bemberg narradora ha ganado en estatura. Su interpretación del ensayo Las trampas de la fe, de Octavio Paz, sobre la incomprendida y clarividente monja literata, representa un modelo de lucidez discursiva y de válida integración de los distintos elementos del lenguaje cinematográfico.

El filme anatematiza al fanatismo, al tiempo que -mediante lírica vehemencia-, atrapa, sugiere, desvela los rasgos de la Décima Musa. Una obra grande, propia tanto para la reflexión como para el disfrute estético, antecedente inmediato del último trabajo de María Luisa: De eso no se habla (1993).

Sorprende la realizadora en su opus epilogar por ese punto de giro que supuso, aunque sin dejar nunca de ser ella, propender a signos garcíamarquianos y fellinianos. 

La nada complaciente cinta, a través de la cual la cineasta se agenció el Premio Especial del Jurado del Festival de La Habana, constituye la pieza fílmica con la que la Bemberg corroboró la consecuencia, hasta el final, para con uno de enunciados nudales de su ideología autoral: el derecho a ser uno mismo, más allá de cualquier “diferencia”.

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