Su
filme Camila (1984, bendecido en el
Festival de La Habana, nominado al Oscar a la Mejor Película Extranjera y con
fuerte respaldo del público austral, algo no corriente dentro de la ejecutoria
de la artista) resulta la primera película de destaque emergida en el período
post-dictatorial.
El
trágico romance de la joven de buena
familia y el sacerdote, en el retrógrado marco de pensamiento de los
tiempos del general Rosas, es una cinta cálida, pletórica de emotividad y garra
en su mirada a las relaciones amorosas -que prácticamente en ningún momento del
relato pierde su fuelle inspirador-, la cual certifica el interés de la
directora de Momentos (1980) y Señora de nadie (1982) por enrumbar su
telescopio hacia el planeta femenino.
La
Bemberg oteó, a placer, las cimas y simas de las almas de esas mujeres que
pueblan sus historias. La atención hacia las ansias femeninas; así como la
crítica a su represión doméstica y a ciertas aristas del clericalismo, el poder
judicial, el anquilosamiento mental y la hipocresía están grabados en la
narrativa fílmica de esta mujer, quien compuso su obra con notable pulso y sensibilidad.
Miss Mary
(1986), la historia de la institutriz extranjera en la Argentina de los años
treinta -otra de esas mujeres que venían con baúles y nostalgias, a hacerse
cargo de hijos ajenos, seres que no pertenecían ni al salón ni a la cocina,
para decirlo con las propias palabras de la Bemberg- y una de las películas
menos ortodoxas de su filmografía, no cuenta con el ritmo interior de su
predecesora y la dramaturgia vacila en el encuentro de un espacio de
legitimación viable, no importa los reconocimientos del Festival de Venecia.
En
este mal llevado, pero sin dudas imantador filme, la Bemberg cala a una de esas
mujeres suyas ahistóricas, atemporales, a veces hasta asexuales, quienes suelen
ver cercenados sus márgenes de realización personal por un agente externo de
represión.
Lo
mismo le sucede a la sufrida Sor Juana Inés de la Cruz en Yo, la peor de todas (1990), Premio Especial del Jurado en la cita
latinoamericana de La Habana. A todas
luces, aquí la Bemberg narradora ha ganado en estatura. Su interpretación del
ensayo Las trampas de la fe, de
Octavio Paz, sobre la incomprendida y clarividente monja literata, representa
un modelo de lucidez discursiva y de válida integración de los distintos
elementos del lenguaje cinematográfico.
El
filme anatematiza al fanatismo, al tiempo que -mediante lírica vehemencia-,
atrapa, sugiere, desvela los rasgos de la Décima Musa. Una obra grande, propia
tanto para la reflexión como para el disfrute estético, antecedente inmediato del
último trabajo de María Luisa: De eso no
se habla (1993).
Sorprende
la realizadora en su opus epilogar por ese punto de giro que supuso, aunque sin
dejar nunca de ser ella, propender a signos garcíamarquianos y fellinianos.
La nada
complaciente cinta, a través de la cual la cineasta se agenció el Premio
Especial del Jurado del Festival de La Habana, constituye la pieza fílmica con
la que la Bemberg corroboró la consecuencia, hasta el final, para con uno de
enunciados nudales de su ideología autoral: el derecho a ser uno mismo, más
allá de cualquier “diferencia”.
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