De la yuxtaposición de los datos manejados por los cineastas pende, en gran medida, una emoción surgida dinámicamente, reflexionaba el realizador Serguei Eisenstein, algo que el autor de Octubre tuvo en cuenta, sobremanera, al rodar un clásico del cine épico e histórico como Alejandro Nevski (1938).
El maestro de la pantalla soviética, demiurgo del montaje y esteta/teórico del lenguaje cinematográfico, yuxtaponía, además, tanto en la etapa muda como en la sonora a la cual se adaptó e igual aportó, dando luz a la organicidad de una puesta en escena con alto poder simbólico y cargas de paralelismos.
Expresiones, notables, de los dos últimos aspectos, se visibilizan en El Mayor (2020); sin embargo la organicidad, la fluencia del decurso, del más reciente estreno cubano se resienten, de algún modo, a partir de esta suerte de demarcaciones narrativas en las cuales queda configurado un relato tendente a enunciar, mediante rótulos sobreimpuestos, cada pasaje histórico o lugar remembrado, sin ser capaz de elidir la congestión de semejante proclividad desde las armas de la imagen o del diálogo, algo perfectamente manejable y soluble. Ya es sabido, desde los lejanos tiempos de Murnau, que “el arte visual debe, por su misma naturaleza, narrar una historia completa solo por medio de imágenes; la película ideal no precisa títulos”.
Los primeros quince, veinte minutos del filme póstumo de Rigoberto López, los paradójicamente menos vinculados a la épica pura (descubrimiento y amor entre Amalia Simoni e Ignacio Agramonte), cubren el tiempo en pantalla donde se advierte esa “emoción surgida dinámicamente” referida por el autor de El acorazado Potemkin. Luego, cuando más lo requería, ya en área abierta de la trama centrada en las luchas por la liberación, va y viene a través de intermitencias donde a veces alcanza cotas altas pero en otras desciende, quizá sumida por los fondos de acartonamiento y puro territorio del brochazo hacia los que escora un largometraje en el cual el relato prevalece, en demasía, sobre la construcción del relato. No resultan aconsejables ni lo anterior ni lo contrario.
No tiende a ayudarle mucho a la película la propensión a un entrecruzamiento dialogístico que opta por tonos sentenciosos, enunciativos y a veces didácticos, carentes de la naturalidad hallable en aquellos primeros veinte minutos de marras. Tampoco las ambivalencias compositivas en combates filmados con mejor o peor suerte: ralentis reiterados en las caídas de los cuerpos, combatientes que mueren como zombis en Ceja de Bonilla –donde, por cierto el Bayardo combate en camisa de holán fino y esos espantapájaros parecen hechos para españoles invidentes– u otros lances bélicos. En tal sentido, sobresalen las secuencias del rescate de Julio Sanguily, con pragmático empleo del espacio, la inserción de tan funcionales como briosos acercamientos de Ángel Alderete y solvente dominio de la filmación de los combates cuerpo a cuerpo. No desmerece el de Jimaguayú, con destaque para el trabajo con los extras. No puede olvidarse que este constituye un género extremadamente caro en el cual una industria pobre como la nuestra precisa, en ocasiones, obrar milagros.
Tampoco apoyan al filme las asimetrías interpretativas, comarca por donde mejor se mueven, entre los personajes de peso, el Daniel Romero de Agramonte y el Rafael Lahera de Céspedes. Cumplen su función, plausible, de secundarios, Ulyk Anello y Enrique Bueno; gracias a ambos se olvida el carácter de la representación, subrayado por otros dentro del elenco. Aramís Delgado, en breve actuación especial, entrega cuanto le demandan personaje y escena.
La conjunción de irregularidades determina que al largometraje le falte algo de la energía, coherencia e incluso también de la consistencia narrativa de otro cercano exponente histórico local de la guisa de Cuba Libre (Jorge Luis Sánchez, 2015), sin constituir por ello una obra fallida o menor, pues aciertos cuenta y no pocos.
No importa tanto que El Mayor sea una “película necesaria”, cual se ha insistido, como que contribuya desde una forma artísticamente digna e ideológicamente honesta a evocar el pretérito patrio, merced a seriedad y rigor en la aproximación a sucesos definidores de la historia insular. Al guion de López y el dramaturgo Eugenio Sánchez Espinosa vale encomiársele la mirada poliédrica al hecho libertario, al atisbar el desarrollo de la Guerra de los Diez Años desde sus dos escenarios centrales: la manigua y las juntas de jefes, con iguales intenciones finales ellos pero portadores de divergentes criterios de estrategia o formas de gobernar.
El Mayor, como pocas películas nacionales de corte histórico, confiere preeminencia a esa singular división en la unidad de nuestros principales líderes mambises. A cierto espectador no leído o recibidor de deficientes clases de Historia de Cuba podrían parecerle chocantes las contiendas verbales o los cruzados puntos de vista, esencialmente metodológicos o de visión de “democracia”, entre Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte u otros altos cargos del Ejército Libertador, aunque en la práctica así sucedió.
El realizador objetiviza el pasado, muestra a sus héroes tal cual fueron y se guarda de penetrar dentro del socorrido campo con minas de la hagiografía, tan común en segmentos de la pantalla mundial sobre héroes o mártires de las gestas patrias. En los potreros, o en las mesas, donde se libraba durante el siglo XIX la contienda entre patriotas y colonizadores no solamente entraban en juego los regionalismos o las decisiones inconsultas tomadas a testículo limpio por parte de generales o brigadieres criollos; sino además las divergentes formaciones culturales, las disímiles cosmovisiones filosóficas e ideológicas de nuestros principales paradigmas guerreros, las humanidades de cada quien y hasta las ingenuidades políticas de varios de semejantes próceres. De tales circunstancias da cuenta, bien, el opus final del realizador de Roble de olor.
Al hurgar en ello, El Mayor concentra esa carga de paralelismos mencionada en el segundo párrafo, en tanto establece un correlato con todos los tiempos posibles de un país donde la diversidad de conceptos o visiones de redención ha introducido ecuaciones ora necesarias, ora perjudiciales, a la causa primera de la independencia y dignidad nacionales. Virtudes del filme son no anatematizar ángulos, mas sobre todo significar –por voz de su personaje central– el valor supremo de la unidad en tanto instancia cardinal de supervivencia. Vector igualmente defendido, tras los tiempos de Agramonte, por nuestro Héroe Nacional, José Martí, y el Partido Revolucionario Cubano por él fundado en 1892, diecinueve años después de la muerte, a los 32 años, del colosal luchador camagüeyano a quien Rigoberto López dedicó, con denuedo, sacrificio y amor, este filme.
En similar párrafo se aludía además al poder simbólico. El mismo constituye otra de las bazas del filme. En medio de un momento histórico cuando, como parte de una guerra político-cultural de cuarta generación, nuestros símbolos se enlodan, intentan resignificar y manipular desde la más aviesa orfandad moral por parte de siervos políticos de las nuevas metrópolis hegemónicas, El Mayor enhiesta y apuesta todas sus banderas por la extraordinaria fuerza de la resistencia y la lucha de los pueblos en tanto ases ganadores en la batalla contra el enemigo entonces colonial, hoy imperial. Como suscribí en mis reseñas de José Martí, el ojo del canario; Cuba Libre; Inocencia y el último corto de Elpidio Valdés, la andadura del largometraje no debe quedar constreñida al circuito de estrenos o algún pase posterior televisivo. No, la película debe acceder al sistema educativo, de todas las enseñanzas, para complementar la asignatura de Historia. Cual debía ocurrir con tanto cine histórico cubano y, lamentablemente, no ocurre.