Que Adam McKay, de la viña de Saturday Night Live y exponente en su día de la llamada Nueva Comedia Americana, sea además una de las mentes propulsoras tras la serie de HBO Succession y el director de Vice, entre otros galardones, habla bien del talante de este señor para el vitriolo, la comedia ácida y el comentario social.
De su Vice (2018) escribí: “(…) accedemos a una película irónica donde el humor intencionadamente absurdo y el componente lúdico irrigan a discreción, en el sentido de generar el rechazo del espectador hacia la sordidez explicitada, desde el territorio de la sonrisa socarrona y el sarcasmo; no obstante nada risibles sean los terribles acontecimientos narrados que, además de las carnicerías en Asia, apuntan al desarrollo exponencial de un modelo de propaganda legitimador de todos los desmanes imperiales (Fox News) o a la santificación de la tortura como práctica corriente del Ejército y los demás cuerpos y agencias de la Casa Blanca. Pero Vice no se limita a la mera exposición de hechos y a reflexionar sobre la capacidad del poder para transformar escenarios. Es la rica aproximación a un ser humano siniestro, un visionario del mal pero con su lógico costado de valor (la importancia que le concede a la familia y especialmente a la esposa, quizá la única persona del mundo a quien respeta). Y es una película que juega con lo metafictivo, hace plausible planteamiento de la alternancia de los tiempos narrativos y porta secuencias de antología como el recitado de Macbeth en la cama de los Cheney o la ruptura de la cuarta pared por el vicepresidente al epílogo”.
Napoleón decía que la ropa sucia debe lavarse en casa y muchos norteamericanos, fieles al corso en semejante idea u otras afinidades, no son demasiado propensos a ventilar sus falencias hacia el mundo exterior, aunque internamente se destrocen a diario en sus programas televisivos. De manera que el hecho de que un emporio audiovisual como Netflix haya circulado planetariamente, y con la rimbombancia debida dado el elenco del filme, a una pieza fílmica del corte de No mires arriba (Don´t Look Up, 2021) no es algo que haya complacido al sector más nacionalista del país. Reflejo de tal visión en la prensa conservadora local ha sido el tono de buena parte de las reseñas críticas de grandes medios estadounidenses, las cuales cargaron, de forma injusta, contra el largometraje estelarizado por Leonardo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Meryl Streep y Cate Blanchett, entre otras primeras figuras del estrellato anglosajón.
No mires arriba, primero que todo, es una sátira, y dicho género propende al remarque de rasgos de personajes o situaciones, e incluso a la deformación de prismas que, al tiempo que den cuenta de la coña sarcástica traída entre manos por sus hacedores, acentúen los males expuestos. Ni Meryl Streep en el rol de la presidenta de los Estados Unidos ni Cate Blanchett en el papel de la periodista showcera de una de esas cadenas de info-tenimiento gringas están sobreactuadas, ni las escenas con los científicos alertando sobre el fin del mundo son pueriles, como se ha escrito. Verdad salomónica, dos gigantes de la actuación a la manera de la estadounidense y la australiana (deliciosas en el filme, como también lo está Jonah Hill en su jefe de gabinete de la mandataria) no van a permitirse hacerlo. Y cuanto alertan el doctor Randall Mindy (Leonardo DiCaprio) y la doctoranda Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence), ante el caso omiso de los entes decisores y receptores, sucedió ante la llegada del nuevo coronavirus, pero además viene ocurriendo desde hace más de un cuarto de siglo en relación con el cambio climático, en realidad el gran subtexto de No mires arriba. Los expertos alcanzan determinada tribuna periodística, logran “soltar” una verdad científicamente incuestionable, pero sin embargo nadie les hace caso: ni el gobierno más poderoso de la Tierra, ni sus medios al servicio de ese poder, ni un público obnubilado entre una carga inconmensurable de basura cósmica informativa anuladora de la receptividad crítica ante lo de veras acuciante.
Como esto no es Armagedón (Michael Bay, 1998), aquí el cometa dirigido sin desvíos contra el planeta azul, del cual advierten casi en balde los mencionados científicos que lo descubren, opera más en tanto metáfora e imagen de todas esas calamidades vaticinadas por la inteligencia, los científicos o los virólogos norteamericanos e ignoradas por la Casa Blanca.
McKay ha compuesto una sátira delirante, en buena parte de su metraje fruiciosa, sobre algo tan grave como lo anterior, dentro de un gran sopón fílmico donde mete, eso sí, demasiados fideos narrativos -división social en los Estados Unidos, postura anticiencia de parte de la nación, el trumpismo subyacente allí en demasiados órdenes, la idiotización intencional de los medios de comunicación, la imbecilidad irrenunciable de las redes (a)sociales, el negacionismo, la prevalencia de las noticias falsas, la atención desmesurada a la vacía rutina de las celebridades, la mercantilización de todo, el mega poder de las grandes corporaciones tecnológicas…- y es por donde la película acusa sobrecarga temática, sin que nada de cuanto exprese guarde escasa relevancia. El problema no tiene que ver con los temas, todos relevantes y no abordados con las necesarias frecuencia/seriedad por el cine comercial norteamericano; sino con su tratamiento e integración dramatúrgicos en el guion, también firmado por el director.
Al trabajo le sobran, por otro lado, unos cincuenta minutos (dura, innecesariamente casi dos horas y media) y, al menos a mí, se me pierde la permanente sonrisa del rostro y el sentimiento de estar en medio de una guasa que mucho me va, desde el momento cuando la Lawrence se va de parranda con un Timothée Chalamet que aquí no pinta nada y todos esos peinables regodeos epilogares.